Se cumplen 50 años de la muerte de José Sabino Navarro en las sierras de Córdoba
Ayudado por su compañero, el herido logra descender y mira alrededor.
—Yo no salgo de esta. Vos te vas, yo te cubro.
—No, Negro. Me quedo con vos.
—Yo soy el jefe y es una orden.
Jorge Cottone se encamina hacia el norte, en paralelo a la ruta sinuosa. Anda a ciegas unos quince minutos, hasta que encuentra un árbol caído donde guarecerse. Mientras se acomoda, cree oír dos disparos. El frío y el cansancio lo confunden. En la duermevela de esas horas, recuerda o sueña lo que su compañero le dijo en un momento de calma durante esos días de frenética huida: “Tengo muchas cosas en la cabeza. No puedo caer vivo”.
La madrugada renueva sus esperanzas de llegar a Alta Gracia, quizás a Córdoba capital. Camina hasta Anisacate, pasa frente a una capilla y en un descampado a la salida del pueblo le dan la voz de alto y le apuntan con varios FAL. No ofrece resistencia y entrega la pistola Browning, un revólver calibre 32 y una granada de mano. Es el final de una semana de fuga.
—Uy, cuando agarraron la granada y vieron que tenía una bala en la recámara de la pistola… ¡Se armó un despelote! Yo no sé por qué estoy vivo –dice Cottone, cincuenta años después.
La persecución
Siete días antes, el Negro, Arturo y el Flaco (Cottone) viajan desde Córdoba a Río Cuarto en un Peugeot 504 blanco. El 21 de julio, pasadas las 20 horas, se encuentran en el centro con Juan Antonio Díaz, trabajador ferroviario y militante local de Montoneros. Con él hacen un recorrido de reconocimiento y aguardan en una casa.
A la 1:30 de la mañana del 22, Arturo, el Flaco y el Negro ingresan al garaje de calle Echeverría y Díaz queda de campana. “No me golpearon ni nada, pero me apuraron para que les entregara las llaves”, contará el propietario Osvaldo Ravelli. Lo dejan atado y maniatado y se llevan una camioneta Peugeot y otro Peugeot 404. Con el Negro y Díaz en el Peugeot 504 blanco, Arturo en la camioneta y Cottone en el 404 salen hacia Córdoba. A los pocos minutos, Ravelli se libera, corre hasta la casa de su padre y de ahí en un Ford 52 hasta la comisaría más cercana. Con cuatro policías de Investigaciones se inicia la persecución con ese mismo auto, al que le cargan 40 litros de nafta en la estación de servicio del ACA. Primero hacia Holmberg ida y vuelta y luego rumbo a Córdoba por la ruta 36, hasta que alcanzan a los tres Peugeot a 105 kilómetros de Río Cuarto. A toda velocidad y con la víctima al volante.
—¿Qué velocidad llevaba usted? –preguntará meses después el asombrado juez a cargo de la causa.
—Se iba a todo tipo de velocidades: 170, 150, 140. Y más también en algunos tramos, hasta 175 –responderá Ravelli.
Pasando Los Cóndores, ven las luces de la caravana en fuga, se ponen a la par y el policía Villarreal da la voz de alto. Los asaltantes se detienen y vuelven a arrancar. Villarreal dispara dos veces y la camioneta conducida por Arturo se va a la banquina. Sus compañeros se detienen y replican el fuego. Atrapado en el tiroteo, Ravelli resulta herido con un proyectil calibre 45 y lo tienen que llevar al hospital en un Rastrojero.
Díaz, Cottone y el Negro abandonan los autos y esperan cerca de la ruta para intentar socorrer a Arturo. Sin saber qué pasó con él, se internan en el campo y se ocultan en una zanja que cubren con ramas, previendo que si identifican a su compañero como militante montonero los van a buscar con un helicóptero.
Arturo era Cecilio Salguero, quien hoy recuerda: “Cuando nos alcanzan, quedo en medio del tiroteo. Salgo de la camioneta, me voy arrastrando, cruzo la vía y me interno en un campo. Tenía un tiro en la espalda, que después fue leve, pero en ese momento estaba shokeado y mareado. Esa noche me refugié en la casa de unos campesinos. Les dije que me habían asaltado en la ruta y me habían pegado un tiro los ladrones. El hombre puso un colchón en la cocina y la señora me curó la herida con agua oxigenada”.
A la mañana siguiente, la radio informa sobre el enfrentamiento en la ruta y Salguero decide irse: “No sabía si el miedo los iba a hacer llamar a la policía o no. Me despedí y les agradecí. Cuando estaba esperando el colectivo, a las 8:30 más o menos, aparecen dos patrulleros del Comando Radioeléctrico y me detienen. Me llevaron a la comisaría de Almafuerte y me torturaron durante dos o tres días”.
Los otros tres pasan ocultos todo el 21, hasta que al anochecer regresan por la franja de monte entre la ruta y las vías hacia Berrotarán, donde intentarían tomar un tren a Córdoba. Como faltan dos horas para su arribo, van a comer a un bar cercano a la estación. Se sientan en distintas mesas y a la hora de irse Díaz sale primero. Alcanza a caminar una cuadra, una comisión policial lo sorprende y al sacar su arma le disparan y cae muerto. Desde el bar escuchan los tiros. Cottone se asoma y ve a Díaz tirado. Pagan la cuenta, piden pasar al baño y escapan por la ventana.
Al rescate
La noticia del asalto, la persecución y la muerte de Díaz activan las alarmas de la militancia montonera. En Córdoba, el Negro, su entonces pareja, la abogada santafesina Graciela de los Milagros Doldán –Monina– y el ex sacerdote Elvio Alberione encabezaban la tarea de contactar a los grupos dispersos y recomponer la organización luego del descalabro producido por la detención de varios militantes y la muerte de tres de sus fundadores: Emilio Ángel Maza el 8 de julio de 1970, una semana después de la toma de La Calera, y Fernando Abal Medina y Carlos Gustavo Ramus en el tiroteo de William Morris el 7 de septiembre del ‘70.
Por esos días, el Negro paraba en la casa de Jorge Colo Kaplan, delegado sindical en la Dirección General de Rentas de la Provincia de Córdoba y chofer operativo de Montoneros.
—Colorado, están huyendo. Vamos a buscarlos –le propone Monina la mañana del 22 de julio. Antes de salir, ella activa por teléfono otras dos líneas de búsqueda: a través de la conducción montonera, gestionar la intervención del Consejo Nacional del Partido Justicialista, y con Rosa Maureen Kreiker –Murina– como interlocutora, recurrir a los curas tercermundistas para esconder a los fugitivos en alguna parroquia de la zona. Al atardecer, inician el rescate militar.
“En Alta Gracia había una casa operativa. El Negro y la Petiza (Doldán) tenían la llave –relata Kaplan–. Salimos en una Renault 6 celeste mía. Ella nunca usaba pollera, pero ese día le pidió una a mi mujer. ‘Es para mostrarle las gambas a los milicos’, me dijo. Tenía armas de los dos lados. Llegamos a un control de la cana, del lado de ella había cinco o seis y del mío dos. Ella dice: ‘Yo me bajo los que están de mi lado, vos ocupate de los del tuyo’. Baja el vidrio, se sube un poco la pollera y se tira más cerca de mí, pero veo que con las dos manos va hacia las pistolas. Nos alumbran con linterna, le miran las gambas y… ‘Pasen’. Yo temblaba como una hoja; ella no. Llegamos hasta un punto determinado: ‘Quedate acá. Es una casa operativa y no la podés conocer’. Me deja en medio de unos arbustos y se va con el auto, demora veinte minutos, vuelve y dice: ‘No está, ni nadie ha entrado’”.
En Alta Gracia, Doldán hace un par de llamadas telefónicas y decide regresar a Córdoba. Al volver a pasar por el control policial les preguntan: “¿La pasaron lindo, chicos?”. En los días siguientes, sin noticias de los prófugos, se dedican a levantar las casas operativas.
No fueron los únicos. Tanto Cottone como Alberione cuentan –en el libro de Justo Pereira citado más adelante– que el padre del militante montonero Carlos Capuano Martínez tenía un camping por la zona y, “conocedor de la sierra, salió en la búsqueda con algún compañero” y “andaba despacito por la ruta bordeando el cerro en su Citroën”.
El cerco, el hambre y el frío
El Negro y Cottone se ocultan en los alrededores de Berrotarán, hasta que ven al vecino Ricardo Gross guardar su Renault Gordini. Lo obligan a llevarlos por el camino hacia el Valle de Calamuchita y lo dejan 18 kilómetros más adelante. El Negro toma el volante y en un primer control policial amaga frenar, acelera y lo elude. Recorren unos treinta kilómetros, rodean el embalse de Río Tercero y a las 23:45 llegan a Santa Rosa de Calamuchita, donde los bloquea otra “pinza”. Cottone dispara seis tiros al aire, logran escapar por caminos rurales y se esconden con el auto en un recodo del que va a Yacanto. A la mañana los detectan desde un helicóptero. Dejan el auto y se vuelven a perder en el campo.
A las 19 horas del 23, intentan cruzar sobre las piedras el río Santa Rosa para ocultarse en el seminario Santa Fe Los Algarrobos, pero en medio del cauce “les efectúan dos disparos intimidatorios y son contestados”, dirá el informe policial. En la huida, Cottone trastabilla y cae al agua en un pozo profundo. Logran salir del río y corren hasta asegurarse de que no los persiguen.
“Una hora después yo me sentía morir de frío y le dije al Negro: ‘No puedo seguir más’ –recuerda Cottone–. Entonces, él me desnudó, me escurrió toda la ropa y me volvió a vestir, porque yo estaba entumecido de frío. Nos tiramos, él se acostó arriba mío, me cubrió con su cuerpo y me dio el calor suficiente, porque no sé, cero grados hacía… y mojado”.
—¿A esa altura ya sabías quién era él?
—Nunca supe hasta mucho después. Él era mi jefe operativo, nada más que eso.
En paralelo al río El Sauce y guiándose por las estrellas, caminan varios kilómetros en dirección norte hacia Alta Gracia. A la tarde del día siguiente, se cruzan con un paisano. El Negro lo encara y sin mostrarle ningún arma le pide:
—Compañero, nos tiene que ayudar. Nosotros somos guerrilleros peronistas. ¿Nos puede dar algo de comer? Estamos sin comer desde hace dos días.
—Bueno… voy a buscar.
Al rato vuelve con una bolsa de arpillera con pan casero, un frasco de mermelada frutal, queso, una Coca Cola y un cuchillo. El Negro le promete que se lo van a dejar en el mismo lugar. Después de comer, escribe en un papel y lo clava con el cuchillo en un árbol: “Hasta la victoria siempre. Perón o Muerte. Montoneros. Venceremos”. “Fue una forma de agradecerle su solidaridad. Con el hambre que teníamos, el pan y el dulce eran un manjar y hasta hoy cada vez que tomo una Coca me acuerdo de aquella”, rememora Cottone.
En el paraje Cerro de Oro, entre Santa Rosa y Villa General Belgrano, descubren una casa vacía donde se refugian entre el 25 y el 27 de julio. Ahí encuentran algo de comida y se apoderan de un revólver calibre 32. Al mediodía del 27, la mucama los sorprende mientras cocinan. Ellos le dicen que están esperando a su amigo. La mujer simula creerles, pero al ver por la ventana que el matrimonio dueño de casa baja del colectivo, corre a avisarles. Por detrás, salen Cottone tapado con una manta y el Negro, que les ofrece pagar lo consumido. A la mujer le da un ataque de nervios, lo empuja e intenta golpearlo, hasta que él saca un revólver. En medio de un griterío, huyen y se esconden de nuevo en el monte hasta el anochecer del día siguiente. Ya en Villa General Belgrano, a las 20 del 28 de julio toman un ómnibus rumbo a Córdoba. Cottone se sienta atrás y Navarro en el tercer asiento.
Al llegar al paredón del dique Los Molinos, a las 20:30, un control policial detiene el colectivo. El guarda baja y los alerta sobre “dos jóvenes sospechosos”. Los policías Pedro Evaristo Videla y Ramón Heraldo Álvarez suben y “sorpresivamente los dos pasajeros aludidos abren fuego hiriendo de gravedad en la boca del estómago al agente Álvarez, en tanto el agente Videla recibía un impacto de bala en la articulación del hombro y brazo izquierdo”. No obstante, Álvarez logra abrir fuego y uno de sus disparos “puede haber alcanzado a uno de los sujetos, dado que lo vio caer hacia atrás, rebotando en el respaldar del asiento”, relatará el informe de la comisaría de Alta Gracia.
Los policías descienden del coche y el tiroteo cesa. En un instante de silencio y confusión, el Negro, con un balazo en el antebrazo, salta al asiento del conductor, arranca y a la máxima velocidad que permite el camino de montaña intenta seguir hacia Córdoba por la Cuesta del Águila, pero “a los pocos kilómetros el ómnibus, cuyo pasaje había podido descender en su totalidad, embiste un promontorio ubicado sobre la banquina derecha de la ruta, a la altura del kilómetro 778”.
El Negro y Cottone bajan del colectivo y escapan “en dirección al espeso monte que circunda la ruta por ambos lados”, mientras se inicia un amplio operativo de rastreo en Villa Ciudad de América, Cuesta del Águila, La Serranita, Los Patos y Villa La Bolsa, “con un nutrido contingente de efectivos policiales y con la colaboración de fuerzas militares, pertenecientes al Grupo de Artillería 141 ‘José de la Quintana’”.
Allí el jefe le ordena a su compañero que siga hacia Alta Gracia. Los fugitivos se separan.
La captura
Más adelante, el informe elaborado en la comisaría de Alta Gracia consigna que “alrededor de las 16 horas del día de ayer (29 de julio), personal adscripto a este departamento, secundado por el Comando Radioeléctrico, procede la detención del joven Jorge Alberto Cottone, argentino, 23 años de edad (…) que se lleva a cabo en el lugar denominado Las Higueritas, proximidades de la localidad de Anisacate y cercano al camino que une esta población con el Grupo de Artillería de José de la Quintana”.
A las 16:35 y delante de los periodistas, lo ingresan a la comisaría de Alta Gracia, donde es sometido a una golpiza con más furia que afán indagatorio, y a las 18 lo trasladan a Córdoba capital. Cottone aún recuerda la burla de los policías durante el viaje:
—Cómo te salvaste cagando, eh. Mirá si te agarraba el Ejército, te iban a hacer mierda.
Así finalizaba una amplia crónica titulada Tenaz persecución de extremistas en Córdoba, publicada el día siguiente en el diario La Nación: “Las posibilidades de escape de los guerrilleros se reducían hora a hora, pues el cerco se fue estrechando implacablemente (…) Cottoni (sic) fue encontrado en las inmediaciones de la iglesia en estado de extenuamiento. Se han despachado comisiones policiales a revisar el sector indicado por el guerrillero detenido, con el fin de ubicar al compañero, quien –según versiones circulantes– se presume habría dejado de existir”.
El hallazgo
En la madrugada del 21 de agosto, el paisano Secundino Roque Domínguez cabalgaba por la ruta 36 a la altura del paraje Agua de la Negra, entre las localidades de La Serranita y Villa Ciudad de América, cuando su perro encontró, en la alcantarilla de una vertiente a pocos metros del camino, un cadáver ya descompuesto y con las piernas desgarradas, como si hubiera sido atacado por animales salvajes. Horas después, la policía relevaría con el cuerpo las llaves de un auto, un reloj pulsera Tissot, un cargador de pistola 9 mm, un cortaplumas, 201.200 pesos moneda nacional, una cédula de identidad y un carnet de conductor de la provincia de Buenos Aires, una credencial de “enviado especial” de la revista 7 Días y otra de “supervisor” de la empresa Celulosa Argentina –todos los documentos a nombre de Luis Ourfali–, junto a un revólver Smith & Wesson, calibre 38 largo, de caño corto, “con cinco proyectiles, uno de ellos utilizado”.
Ya ese primer informe de la comisaría de Alta Gracia indicaba “un pequeño orificio al parecer de bala, por debajo de la tetilla izquierda, posible causa de su deceso”, y añadía: “A unos doscientos metros hacia el sur hace aproximadamente un mes había chocado un ómnibus ocupado por dos guerrilleros, uno de ellos detenido, quien informara que su acompañante se encontraba herido de bala por las inmediaciones, sindicándose el presente hallazgo como el presunto individuo”.
El informe de la autopsia realizada por la Policía Federal de Córdoba y elevado al tribunal el 30 de agosto indicaba que la causa de la muerte “se ignora con exactitud por lo avanzado de la putrefacción pero se tiene la evidencia de los disparos de armas de fuego”, uno en el antebrazo y otro en el tórax. Por orden del tribunal, se amputaron las manos del cadáver y se las envió para analizar las huellas digitales a la División Identificaciones de la Policía Federal en Buenos Aires, que el 2 de septiembre informó: “Conforme los postulados de la Ciencia Papiloscópica, se logró determinar que los calcos digitales obtenidos correspondían a José Sabino Navarro (…) identificado en esta Policía Federal, con prontuario C. I. n° 5.815.329”.
Al día siguiente, Elsa Navarro de Seillán reclamó ante la Cámara Federal Penal el cuerpo de su hermano menor “a efectos de darle cristiana sepultura, oponiéndose terminantemente a la entrega del cadáver a otro familiar, con la sola excepción de la esposa del mismo, de la que carecen de noticias desde hace más de un año”. El juez Jaime Lamont Smart la autorizó a retirarlo de la morgue judicial del Hospital San Roque en Córdoba capital. Así la familia recuperó el cuerpo, hoy sepultado en el cementerio de Olivos.
“Navarro, herido, se aleja y esta fiscalía cree que se suicida de un disparo en el corazón, ya que él tiene dos disparos, uno en el brazo y otro en el corazón, y si hubiera sido el primero el disparo en el corazón no hubiera podido conducir”, será la conjetura del Ministerio Público, no contrariada por los jueces, ni la organización revolucionaria, ni los sobrevivientes.
El jefe obrero
Nacido en Corrientes el 11 de diciembre de 1942, José Sabino Navarro fue uno de los fundadores de Montoneros. No participó –al menos no en forma directa– en el secuestro y ejecución del general Pedro Eugenio Aramburu, pero encabezó varias acciones guerrilleras y sobrevivió al tiroteo en la pizzería “La Rueda” de William Morris, donde murieron Abal Medina y Ramus. Ese día se convirtió en el jefe máximo de la organización. Estaba casado con Josefa Pina Mateika, con quien tuvo dos hijos.
A pesar de su arrojo y capacidad para la acción armada, a pesar de la excesiva confianza en su intuición, Navarro privilegiaba la construcción política y nunca soslayaba la dimensión clasista, aspecto en el que coinciden la mayoría de los autores que abordan la etapa de la organización que lo tuvo como protagonista y los entrevistados para esta crónica.
En el ya clásico ensayo Soldados de Perón. Historia crítica de los montoneros, el historiador inglés Richard Gillespie señala que casi todos los integrantes del grupo fundador “provenían de familias acomodadas”. En cambio Navarro, “por pertenecer a la clase obrera y a la vez a una familia de indiscutible raigambre peronista, era la única excepción a la regla general. Su padre lo había llevado, cuando sólo tenía dos años, a escuchar los discursos que Perón dirigía a las masas, y su madre pudo salvar la vida gracias al avión que Evita envió a Corrientes para trasladarla a Buenos Aires con el fin de que la operasen. A finales de los años ‘60, ese futuro líder montonero se había convertido en un activo sindicalista con el cargo de enlace sindical, e hizo lo posible para que los pretendidos militantes Dirk Kloosterman y José Rodríguez fueran elegidos para dirigir el Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor (SMATA). Los nuevos líderes le causaron una gran desilusión. Corrió la voz de que habían colaborado con la dirección de la fábrica de coches DECA (Deutz Cantábrica) para que, en 1969, lo despidieran: toda esa experiencia condujo a Sabino Navarro, durante el mismo año, a formar un pequeño grupo armado para lanzarse a la guerra de guerrillas”.
A su vez, María O’Donnel en Aramburu lo define como “inequívocamente peronista” porque “había vivido experiencias y había sido testigo de hechos que la mayoría de los Montoneros de clase media solo habían conocido por el relato de terceros. No había entrenado en Cuba ni tenía la formación intelectual de otros dirigentes, pero su historia personal, su origen obrero y su entrega revolucionaria le daban todas las credenciales que podía necesitar”.
En su tesis Montoneros. El mito de sus 12 fundadores, Lucas Lanusse destaca su militancia en la Juventud Obrera Católica (JOC), sus vínculos con Juan García Elorrio –director de Cristianismo y Revolución– y exponentes de la izquierda peronista como John William Cooke, Fernando Alberte y Gustavo Rearte. “En agosto de 1968, Sabino participó del primer Congreso del Peronismo Revolucionario y en enero del año siguiente concurrió al Plenario Peronista de Pajas Blancas –refiere Lanusse–. Para ese entonces, ya no le quedaba ninguna duda de que era necesario iniciar de inmediato la lucha armada como complemento del frente sindical y político. Junto con el resto de la Tendencia Revolucionaria, defendió ardientemente esta postura en el Plenario, aunque otros abogaban por el fortalecimiento de la clase obrera militante como requisito previo esencial, o insistían en el fortalecimiento de la CGTA (Confederación General del Trabajo de los Argentinos). Dos meses más tarde, se produjo una de las últimas apariciones públicas de Sabino, cuando fue invitado por gente del Peronismo de Base a Córdoba a intervenir en un conflicto en la empresa Renault. Sabino fue uno de los oradores en una asamblea en puerta de fábrica”.
En Navarro se sintetizaban también las contradicciones que atravesaron la experiencia histórica de Montoneros. Así lo planteaban los integrantes de la corriente interna que llevó su nombre, en el llamado Documento Verde, redactado en la prisión chaqueña de Resistencia y dado a conocer en julio de 1972: “Hay una contradicción entre nuestra práctica foquista y el desarrollo de las fuerzas revolucionarias. Hay una contradicción entre nuestra práctica foquista y la concepción de Guerra Popular Prolongada que surge como más acorde con la realidad y la tarea a desarrollar”.
“Lo conocí después de la muerte de Fernando Abal Medina. Quedó como jefe nacional nuestro. Es uno de los responsables que uno más recuerda de los jefes históricos. Está ahí como una especie de único dentro de todos los jefes (…) Sabino es el primer cuadro de conducción de jefatura nuestra que recorre el país. Es el tipo que logra armar la organización, logra convencer y encuadrar todas las voluntades en una sola fuerza (…) La relación entre la estructura de cuadros y el trabajo de masas no tenía continuidad. El Negro se fue a Córdoba porque no pudo salir de la crisis. ¡El jefe montonero va donde está la crisis! Donde está lo más difícil y al frente. Y así lo perdimos al Negro”, expresa Fernando Vaca Narvaja, en su testimonio para el libro Sabino Navarro: pasión revolucionaria, de Justo Pereira.
En octubre de 1970, un mes después de su detención en William Morris, Luis Rodeiro –uno de los autores del Documento Verde– le escribió a Sabino Navarro una carta desde la cárcel de Resistencia. Le agradecía su “gesto solidario” de mandarle un mensaje y preocuparse por él y le contaba que “ya no hay golpes ni picana ni interrogatorios”, pero lo que “duele hasta el alma es la soledad”. Al final, planteaba: “En cuanto a lo político, no puedo negarte –además ya habíamos hablado al respecto en libertad– que tengo dudas que me preocupan. De lo que estoy seguro es que somos hormigas contra un elefante: ¿no habría que intentar comerlo despacito, de a poco y sin apuro? La violencia no es todo. La autosuficiencia, la soberbia, nunca ha sido de mi agrado. Querido José, negrura mundial, ya habrá tiempo y oportunidad de conversar. Cuidate. Un abrazo”. La carta nunca llegó y la conversación no pudo ser.
Después del fin
Jorge Cottone y Cecilio Salguero fueron sentenciados el 22 de diciembre de 1971 a 18 y 14 años de prisión, respectivamente, por la Cámara Nacional Penal –llamada “Camarón” o “Cámara del Terror”– presidida por Jaime Lamont Smart, ante quien denunciaron haber sido torturados y amenazados por la policía. Ambos recuperaron la libertad con la amnistía dictada por Héctor Cámpora el 25 de mayo de 1973. Salguero fue secuestrado el 9 de marzo de 1977 y pasó por los campos de concentración de La Perla y La Ribera y las cárceles UP1 de Córdoba, U6 de Rawson y U9 de La Plata, hasta su liberación el 24 de julio de 1984.
El entonces juez Smart fue Ministro de Gobierno de Buenos Aires durante la última dictadura cívico-militar. El 19 diciembre de 2012, el Tribunal Oral Federal 1 de La Plata le impuso la primera condena a prisión perpetua contra un miembro civil de la dictadura por crímenes de lesa humanidad cometidos en el contexto represivo conocido como “circuito Camps”. El 24 de octubre de 2014 recibió la misma condena por su participación en los secuestros, torturas y homicidios cometidos en el centro clandestino de detención “La Cacha”.
Los abogados Roberto Sinigaglia y Mario Hernández, defensores de Cottone, Salguero y otros presos políticos, fueron secuestrados y desaparecidos en operativos simultáneos del Ejército en Capital Federal y en Beccar, el 11 de mayo de 1976.
Graciela Doldán y Rosa Kreiker cayeron en manos de la patota del campo de concentración y exterminio de La Perla, en Córdoba, el 26 de abril de 1976. Ambas permanecen desaparecidas.
La despedida
En uno de los escasos momentos de calma, durante su escapatoria por las sierras de ese Valle de Calamuchita hoy sobrepoblado de turistas, Jorge Cottone y Sabino Navarro dialogan en confianza.
—¿Vos cómo entraste a la organización? –pregunta Navarro.
—Soy estudiante y como católico me empecé a interesar por lo social, por las injusticias, y así me acerqué al peronismo y a esta opción. ¿Y vos?
—Yo siempre fui peronista, porque siempre fui explotado. Yo nací y fui obrero toda la vida. A mí nadie me tuvo que decir ni tuve que leer lo que es la explotación.
—Claro, nosotros tuvimos que aprender a ser violentos –admite Cottone.
—La violencia nació conmigo –sentencia Navarro–. Che, ¿y vos qué opinás? ¿Salimos?
—¡Sí! ¡Claro que vamos a salir!
—Sí, porque yo no puedo caer vivo.
Días después, herido, agotado y rodeado por el cerco represivo, le pide a su compañero antes de cumplir su vaticinio:
—Dales un abrazo a mis hijos y deciles cuánto los quiero. Yo sé que no les va a faltar nada, porque la revolución les va a dar educación, salud y todo.