“El fascismo pretendía ser una fuerza de regeneración moral”. Esta oración integra una fascinante investigación del historiador inglés Christopher Duggan, La mafia durante il fascismo (1986). En las circularidades y duplicidades de la historia, regeneración muta en superioridad y Milei “interpela por la superioridad moral que se arrogó” (Luciana Vázquez, 22/8/23). El fascismo —sostenía Francesco Ercole, ministro de Educación Nacional de Mussolini— representa “la fe en la Nación” y asume como premisa la libertad del individuo para tender a la grandeza de Italia, en cuyas fastuosidades retumba la memoria imperial. La Libertad Avanza propone “el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo” (un individuo), “la libertad y la propiedad privada” (Plataforma electoral nacional 2023). Objetivo: “Volver a ser el país pujante que éramos al comienzo del año 1900”. Volver al pasado de la gran Argentina nacional oligárquica. Aquí no es posible remontarse a ningún fasto imperial, se apela, pues, a opacidades tardocoloniales.
“La idea, y el comportamiento consiguiente, que el primer fascismo tuvo hacia la mafia se puede resumir con una especie de silogismo: al fascismo le resulta difícil surgir allí donde el socialismo es débil; en Sicilia la mafia impidió que el socialismo se fortaleciera: la mafia ya es fascismo. No es una idea infundada, evidentemente: sólo que era necesario incorporar a la mafia en el fascismo”. Este pasaje fue escrito por uno de los grandes escritores del Novecento italiano, Leonardo Sciascia, “I professionisti dell’antimafia” (Il corriere della Sera, 10/1/87). Dos cuestiones son relevantes para traer al debate público nuestro. Que la mafia ya es fascismo. Que el fascismo encuentra serias dificultades para surgir allí donde la emancipación —digamos, en nuestro caso— es débil.
En la Argentina, la emancipación no está en su momento de mayor lustre y, sin embargo, no declina. Su corazón sigue latiendo. Sabemos por qué. Ha optado por la retaguardia y una intervención propia de la tensa andadura del suspenso. Son modos de la política, de lo político y de la lucha para resguardar una apuesta popular igualitaria, a través de la constitución de un nuevo frentismo. Su corazón sigue latiendo también en la cultura del trabajo del campo nacional y popular, cuyos reflejos, incluso ralentizados últimamente, siguen pulsando. Y puesto que la emancipación es irrevocable, del estado de ánimo de la pandemia surgió, improvisa, la bronca. El león —felino emparentado con la mascota casera— sintió la angustia de esa ley que le mandaba no moverse; junto con sus contramaestres coqueteó un poder excepcional, una excepcional libertad. Volvió a reactivarse la fascinación del fascismo: “El público tiende mayoritariamente a creer a quienes dan una formulación de las ideas que reflejan los prejuicios populares del momento” (Bram Dijkstra, Ídolos de perversidad, 1994). Sólo lxs distraídxs no lo entienden, por leer la historia política literalmente —sin atender a duplicaciones y circularidades— y porque a diferencia de aquel, este no es calvo.
Anticasta y exterminio
Luego de la marcha sobre Roma (octubre de 1922), un fascista de Palermo, Mario Celentano, escribió un artículo en la Gazzetta commerciale del Mezzogiorno: “Debemos barrer todo un pasado. […] Debemos luchar encarnizadamente contra todos los hombres del pasado y del presente, porque sólo ellos son responsables de nuestras infelices condiciones, porque nunca se han preocupado de otra cosa que no fueran sus intereses personales y de los de sus turbias clientelas” (20/12/1922). Esta campaña contra las viejas clientelas políticas se expresaba como un antagonismo con la mafia. En 1925, el secretario del Partito Nazionale Fascista, Roberto Farinacci, decía: “Nuestra política debe estar en contra de todos los partidos” (Un periodo aureo del Partito Nazionale Fascista, 1927). Estos ejemplos demuestran cómo el fascismo elabora desde siempre un discurso “anticasta”, por un lado. Se trata de un relato que antagoniza con todo lo que no se es. Históricamente, se organiza en función de una superioridad moral, encarnada en el propio fascismo. Los fascistas niegan todo lo que no son. En esta serie deben ser ubicadas las molotov “olvidadas” en la noche del martes pasado en una sede del PCA, en la calle Callao, apoyadas sobre las baldosas de la memoria que conmemoran a lxs desaparecidxs de esa organización. Aparecieron el día en que en la Legislatura se organizó una reivindicación de genocidas, de asesinos de Estado, convocada por la candidata a vicepresidenta de Milei: Villarruel. La reivindicación de asesinos no es una opinión sobre exterminios y genocidios, sino la continuidad de esos crímenes bajo otras formas, contenidas ahora dentro de los rangos democráticos (Alejandro Kaufman, “El negacionismo no es una opinión, sino un crimen”, 25/4/2022). Debe, por lo tanto, ser radicalmente rechazada.
Por el otro, los ejemplos citados demuestran también cómo el fascismo propone un curso exterminador. Sólo es posible determinar rasgos recurrentes en las diversas experiencias límite a partir de referencias históricas (o testimoniales), que concurren en el acervo documental de lo acontecido.
Arremetida defensa
El fascismo es un poder que emana de una plenitud dual contradictoria. De esto desciende que la arremetida contra la mafia significó —a la vez— su defensa. En junio de 1924, un escuadrón fascista comandado por Amerigo Dumuni asesinó a Giacomo Matteotti, secretario del Partito Socialista Unitario y diputado del Reino de Italia. Un año después, ese nombre retumbó en el teatro Colón. El fascismo en la Argentina había organizado una celebración con motivo del 25º aniversario de la llegada al trono de Vittorio Emanuele III. Las batutas iniciales del himno de Mameli fueron acompañadas por “Assassini! Ladri! Viva Matteotti!”. Mientras, Severino Di Giovanni hacía llover panfletos desde el gallinero. Matteotti se había vuelto blanco de los temores de un orden político lóbrego.
En Sicilia, el asesinato de Matteotti implicó una polarización de fuerzas, que además tuvo un complemento económico, pues el fascismo sostenía malamente el comercio de cítricos, una de las fuentes principales de riqueza de la isla y mecanismo de acumulación originaria del poder mafioso. Con motivo de las elecciones de 1924, en Palermo, para zafar de la polarización, el fascio local hizo lugar en sus listas a un número conspicuo de “fiancheggiatori”: eufemismo que bautizaba como “laderos” a quienes en verdad eran mafiosos: “En la lista de gobierno había siete ‘boss’ públicamente reconocidos, que aún estaban siendo juzgados por ‘asociación criminal’” (Duggan, p. 38). El empalme entre poderes dispuestos en forma de quiasmo lo había señalado Achille Starace, otro secretario del Partito Fascista. En noviembre de 1922, le envió una instrucción al secretario del fascio de Sciacca (provincia de Agrigento): “La Maffia está dispuesta a pasarse a nuestro bando con armas y bártulos, pero debemos dejarla tranquila” (Duggan, p. 17). Ya sobre los primeros años de la década de 1920 vemos que la mafia era más que su dimensión criminal. La mafia es un poder criminal (solo en parte) que se expande a la política y el fascismo es un poder político (solo en parte) que se expande a lo criminal.
Prefetto di Ferro
En esta serie de la dualidad contradictoria, en el bienio 1926-27, Mussolini expresó el deseo de depurar las filas del PNF de los elementos “extremistas e indisciplinados” (que en Sicilia eran los mafiosos) para reconfigurarlo sobre bases aún más —parece un chiste— conservadoras. El encargado de esa depuración fue Cesare Mori. Antes de recibir la instrucción de luchar contra la mafia, Mori había llevado adelante una campaña contra los desertores de la Primera Guerra Mundial, devenidos bandidos. En un año concretó 13.000 arrestos, que le valieron una reputación, motivo de su promoción a comisario y, luego, a prefecto (Aristide Spanò, Faccia a faccia con la Mafia, 1978). Además de los desertores, los veteranos de guerra (400.000 sicilianos habían servido en el ejército), que regresaron a Sicilia, desacostumbrados a la cultura del trabajo y con ganas de enriquecerse rápidamente, configuraron una “nueva mafia” que se contraponía a la vieja (Giuseppe Guido Loschiavo, 100 anni di Mafia, 1962). Esta situación para Mori constituyó un problema crucial: ¿quiénes eran los mafiosos a depurar?
El “Prefecto de hierro” identificó como blanco a distintas facciones mafiosas que en la isla se habían alineado con el fascismo. Su política consistió en discriminar las altas capas mafiosas, la “vieja mafia” (con un perfil criminal-político-empresarial) de las más bajas, la “nueva mafia”, que tenía un perfil criminal-militar: “La mafia joven esquivaba y despreciaba la protección de los políticos porque consideraba su fusil una garantía mejor” (Gaetano Falzone, Storia della mafia, 1975). En sus memorias, Mori distinguía entre mafia y mala vida: “En el ejército del malvivir, la mala vida representa la tropa, la mafia, el estado mayor” (Con la mafia ai ferri corti, 1932, pp. 78-79). Se ocupó entonces de “perseguir” a la mala vida, la “mafia giovane”, las capas inferiores de una asociación compleja, a través de operaciones de policía espectaculares, con vistas a exhibir el poder del Estado fascista. A esas gestualidades securitarias, le seguían juicios masivos, pensados en clave de propaganda. Moraleja: esta campaña demuestra que el fascismo es gattopardista: “todo debe cambiar para que nada cambie”. Concepción que remite al novelón de Tomasi di Lampedusa —Il Gattopardo (1958)— y a una práctica política de quien es favorable a cambios menos reales que aparentes para no comprometer el poder y los privilegios de clase. (Tener presente en la Argentina; Milei es la actualización de Macri: retoma y amplía.)
“La proclama de Mussolini de que la mafia había sido derrotada no era más que retórica. El cambio principal consistió, en realidad, en la prohibición del término ‘mafia’. Sólo en este sentido ‘desapareció’ el problema y pareció resolverse. La negativa del gobierno a cualquier debate público sobre la criminalidad les proporcionó a los mafiosos un escudo para seguir practicando sus viejas formas de violencia privada” (Duggan, p. XII).
Violencia
Mafia y fascismo responden a un mismo principio cognitivo y organizacional: empalman ideas y acciones contradictorias. Responden, además, a pautas de comportamiento y valores relacionados con el ejercicio de la violencia privada. La demonización del trabajo científico, de parte de Milei, y su violencia discursiva (acompañada frecuentemente por fugaces instantes empáticos: a lo Violencia Rivas, de Capusotto) implicó que en La Plata dos becarias que viajaban en un vehículo con los logos del CONICET y la UNLP fueran amenazadas por un hombre a lo largo de varias cuadras; y que una investigadora de Mar del Plata fuera amenazada por tres hombres que pescaban mientras ella llevaba a cabo un trabajo de campo en las adyacencias del Faro Querandí. Apenas algunas muestras de violencia privada habilitada por un mecanismo discursivo.
Mafia y fascismo son infortunios nihilistas, arrojados contra su otredad social y política, sea el kirchnenismo o la “casta”. Un rasgo decisivo entre el discurso público de Macri y de Milei consiste en otorgar —respectivamente—, con fácil prodigalidad, las palabras mafia y fascismo a sus antagonistas, como medio para llevar a cabo venganzas, desahogar rencores, devaluar energías, aplastar iniciativas. Se trata de la lógica de la negación o del espejo invertido que —tanto en un caso, como en otro— puede frasearse de este modo: no soy yo, son lxs otrxs. Y mirando aún de más cerca, es posible hablar de proyección: hablan de mafia y fascismo porque ellos son la mafia y el fascismo. Conocemos ese mecanismo, identificado también en Sinceramente. Se trata de una intervención sobre el presente histórico-social que consiste en activar una transferencia de su identidad política profunda a sus antagonistas para, así, borrar la condición propia y reescribirla. Poder es también la facultad de influir en la manera en la que se nos percibe. Por eso mismo pueden asignarse la categoría de republicanos o libertarios, sin serlo. De este modo, forjan una realidad cognitiva paralela y alterna en la que la reactividad social que deberían recibir ellos es redirigida contra el sujeto colectivo de su desprecio. El sujeto fascista y el sujeto mafioso extenúan la realidad y capturan las acciones emancipatorias tendientes a detenerlos. No nos dan tregua, al punto de que se vuelve difícil objetivarlos.
Estas cuestiones postulan una simetría y una concurrencia: la mafia ya es fascismo y el fascismo ya es mafia. ¿Milei es Macri? Pregunta, incertidumbre, hipótesis. Incluso en Peaky Blinders se escenifica el empalme entre un fascista como Oswald Mosley y un mafioso como Thomas Shelby. La simetría que proponemos, además de la historización anterior se apoya en tres postulados: las declaraciones de Milei acerca de que la mafia es preferible al Estado; en que Macri tendría un rol destacado en su eventual gobierno —cumpliría la función de “súper embajador” para abrir mercados—; y, por último, en la frase de Macri: “Si no gobiernan ellos (el peronismo), ni nosotros (JxC), gobernaremos nosotros a través de Javier. Lo importante es el fin del populismo” (Leandro Renou, “Macri ya vende que gobernará vía Milei”, 20/8/2023).
Las mafias abren nuevos mercados activando su herramienta nuclear: la violencia. Para las mafias —como también para el fascismo— la violencia (y sus formas) son un factor ordenador y de regulación social. La violencia es el elemento central sobre el cual se monta la ideología de esos poderes. Para ellos no todos son iguales. Están aquellos capaces de ejercer violencia, de dominarla, refinarla y convertirla en un método confiable de poder, de orden, y de regulación de la sociedad. Estos sujetos integran una élite. Más allá, están lxs débiles: lxs exterminables. Y para antagonizar con la emancipación pretenden configuran un bloque social constituido libidinalmente con la promesa de la dolarización.
A mediados de 2016, por primera vez en un juicio de lesa humanidad, el Ministerio Público Fiscal solicitó una tesis doctoral antropológica como prueba sobre la experiencia de los soldados conscriptos enviados a la provincia de Tucumán en el marco del llamado Operativo Independencia, entre 1975 y 1977. Doctorado en la especialidad, autor de la tesis más pormenorizada sobre el tema, Santiago Garaño (Buenos Aires, 1981) transportó al universo jurídico una investigación caracterizada por una perspectiva apenas conocida en los ámbitos tribunalicios. La especificidad mereció que el autor fuera reconocido como “testigo de contexto” – suma de perito e informante— cuyo aporte es adoptado en calidad de prueba y, en esta como en otras oportunidades, a fin de sostener severas condenas.
Tamaña pesquisa realizada entre 2009 y 2011 adquiere ahora carácter de divulgación al adaptar sus 440 páginas al formato de libro bajo el título Deseo de combate y muerte, el Terrorismo de Estado como cosa de hombres. Con tan prudentes como escasas licencias, el autor se rige a pie juntillas con el método antropológico, basado en dos grandes bloques: a muy grosso modo, la etnografía se encarga de recabar la información histórica, testimonios y documentos sobre el objeto de estudio, mientras que la etnología –en forma sucesiva o simultánea— analiza con rigor y sistema aquellos elementos, relanzando los interrogantes de ser necesario, que siempre lo es. En tan compleja tesitura, las conversaciones y referencias con quienes fueron testigos presenciales durante el transcurso del servicio militar (entonces) obligatorio, resultó fuente primaria, combinada con los antecedentes históricos y el material documental. Hasta aquí, la secuencia habitual de la investigación antropológica.
Con modestia y mesura, Garaño pronto se topó con el fuerte contraste en lo que se hallaba establecido como relato oficial de aquella campaña militar en que el Ejército, la Gendarmería y la Policía, reprimieron el foco de guerrilla rural establecido durante 1975 por el Partido Revolucionario de los Trabajadores – Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP) en el monte tucumano. Se trataba de un discurso épico, escolar, bastante torpe, más abocado a resaltar supuestos actos de arrojo de sesgo heroico individual, que a la verdad histórica. Ejemplo de ello era el desfasaje respecto al número de combatientes insurrecto, que oscilaba entre sesenta y cinco y tres mil. Por otro lado, el investigador obtuvo un ejemplar del texto redactado por el primer comandante del Operativo, general Acdel Vilas, del que al parecer están disponibles apenas tres ejemplares. Allí, el oficial del Ejército alude al hecho de que el núcleo activo de la guerrilla se hallaba mayormente operativo en las zonas urbanas —en especial la ciudad capital provincial— más que en el agreste monte. Razón por la cual los comandos castrenses en todo momento, aún durante las sucesivas jefaturas, desarrollaban el terrorismo de Estado de mayor virulencia en tales zonas. Al fin y al cabo, preámbulo y entrenamiento para un plan sistemático de represión, secuestro, tortura y exterminio que sería extrapolado al todo el territorio nacional, y aún más allá de sus fronteras.
Con estos simples datos, el antropólogo imprimió un sentido de mayor amplitud y profundidad a la tradicional caracterización del área de combate – la región selvática— como “teatro de operaciones”. Garaño adopta literalmente la nomenclatura, apartándola del aspecto bélico para aproximarla al artificio escénico propio del espectáculo público. No solo lo teoriza sino que lo demuestra en una sucesión de acontecimientos capaces de poner en cuestión historias parciales de combates, personajes y acciones, donde la guerrilla resulta cruel y sanguinaria mientras las fuerzas legales aparecen heroicas e impolutas, impregnadas de valores varoniles personificados en el monopolio del extremo uso de la violencia, así justificada.
No obstante el investigador logra rescatar abundantes situaciones que ilustran todo lo contrario. Reproduce, por ejemplo, el poco conocido testimonio periodístico del teniente coronel Jorge Mittelbach, al frente del operativo en que resultó capturada una guerrillera llamada Paula, herida y desarmada: “Mis soldados se desbocaron y la partieron por la mitad a balazos”. Una prisionera indefensa asesinada, un oficial incapaz de controlar a su tropa, el regocijo del acto sanguinario no parecen epítomes de moral cristiana, viril heroísmo y caballerosidad bélica. Actos que motivan al autor a concluir cómo, para las pretensiones ideológicas de las FFAA, tal “ritualización del ejercicio del terror cimentaba lazos grupales, acrecentaba el deseo de combate y cohesionaba la tropa en el ejercicio de la violencia contra un oponente, tan odiado como temido. (…) Esa imagen del enemigo no parecía guardar relación con la experiencia real de los soldados, sino que representaba algo más: era el ‘subversivo’ (en masculino) sobre el (la) cual previamente se habían proyectado sentimientos de venganza”.
Como puede observarse, para Garaño, coincidir con un testimonio donde se asegura: “Las fuerzas del Ejército estaban compuestas en su gran mayoría por dementes” no es en absoluto una tarea liviana. Antes de tamaña conclusión, con sistemática científica, revisa los antecedentes, contrasta declaraciones, chequea acontecimientos, sitúa marcos referenciales, practica la crítica de fuentes, entonces sí, despliega el abanico analítico. Como era de esperar, al echar por tierra el paradigma “teatro de operaciones” se exasperó el ánimo de los milicos defensores del carácter de epopeya. Como en el caso relatado de la guerrillera Paula, decenas, si no cientos de situaciones diversas son desplegadas en una disección puntillosa, donde incluso llega a poner en cuestión versiones cuasi mitológicas de enfrentamientos y actos de arrojo. Tragedia generalizada, crueldad sin discriminación, en breves secuencias alcanza ribetes cómicos, como la leyenda de que la guerrilla contaba con un helicóptero desarmable (de color negro) en tres bolsas, para ser trasladado de un lado para el otro.
En tales situaciones, el investigador trabaja con lenguaje ameno, accesible, el mismo fervor metodológico y profundidad teórica, permitiéndose formular hipótesis secundarias, desprendidas de los aspectos nodales, sin perder matices ni percudir la veracidad de las fuentes. Para haber atravesado las mutaciones de paper a investigación, luego tesis doctoral, después documento jurídico, hasta convertirse en libro de divulgación antropológica/ histórica/ científica/ su ruta…, Deseo de combate y muerte cumple con lo que anuncia, y más. En sus páginas es factible rastrear las raíces de la falacia dentro de un discurso tan hegemónico en su momento como criminal en los actos que pretendía soslayar; también el germen que asocia machismo y violencia extrema, tanto como la arbitrariedad de las jerarquías asociada a la falacia de la camaradería. En un despliegue histórico pormenorizado, Santiago Garaño efectiviza los parámetros indispensables parar pensar una historia, no por sanguinaria capaz de ser reescrita.
FICHA TÉCNICA
Deseo de combate y muerte, el terrorismo de Estado como cosa de hombres
Era una tarde bella, 20 de septiembre de 1984. La Plaza y alrededores rebalsaban de gente. Teníamos 39 años menos. Esa tarde se entregaba el informe Nunca Más, nuestro informe (ya era nuestro), nuestro trabajo hecho con toda la honestidad y toda la pasión de las que un grupo humano pueda ser capaz.
Éramos unas decenas de personas en medio de millares. Algunos llorando, otros lagrimeando, como tantas veces durante esos meses mientras armábamos el rompecabezas del mayor horror que se hubiera producido en nuestro país.
Un informe hecho a fuerza de la valentía de familiares y sobrevivientes que iban a declarar y también de la prepotencia de trabajo y garra de quienes trabajamos allí, porque los represores de la dictadura estaban sanos, fuertes, vivos, libres y pisándonos los talones a la vuelta de la esquina. No voy a pecar de falsa modestia, no a esta altura de mi vida.
Estábamos juntos por una misma causa: Libertad y Derechos Humanos. Los que tomaron denuncias y los que las analizábamos e investigábamos para seguir los derroteros de los secuestrados; identificar a los represores y a las víctimas; detectar los lugares que los liberados describían por retazos: cuántos escalones habían subido o bajado al llegar; cómo era el baño; qué nombres escuchaban, ese era mi trabajo.
Había que calcular (yo debía calcular) a cuánto tiempo y cuántos giros a izquierda o a derecha podría situarse el sitio buscado del lugar donde los habían chupado; rastrear en grandes mapas de hule ese viaje infernal –que hacían tabicados y generalmente en los baúles de algún Falcon–, sin poder ver pero con el resto de los sentidos encendidos y alertas.
Había que seguir ese viaje, con el dedo sobre el gran mapa en la pared, adivinando el bullicio de las avenidas o el silencio de calles desconocidas que ellos recordaban. Había que dar, en ese camino, con una dependencia de alguna de las Fuerzas Armadas o de Seguridad que pudiera parecerse, y anotar que ese podría ser otro más de los cientos de centros clandestinos de detención (CCD) a chequear, a confirmar.
“Lugares y Métodos”. Ese era el subtítulo que yo escribía en cada nueva hoja de oficio que tomaba en blanco cada vez que identificaba o ponía bajo sospecha un nuevo lugar. Una anotación en birome, el nombre del posible CCD, su descripción física.
Y los “métodos”. ¿Los métodos? No voy a entrar en detalles aquí, todos los sabemos, los métodos eran el modo de la tortura, las perversas formas que iba adquiriendo la tortura, que no era la misma en todos lados.
Luego, en lápiz, distintas anotaciones, conjeturas, posibilidades para ser confrontadas más tarde con algún otro testimonio sobre ese mismo lugar, al igual que los listados de “gente vista”, que en general eran nombres escuchados, y los listados de represores, obtenidos del mismo modo.
Papeles, anotaciones manuscritas. Y la memoria que debía funcionar como una computadora porque no las había, no había sistematización posible, no había tecnología. Las computadoras comenzaron a llegar (creo que fueron dos) hacia el mes de agosto si mal no recuerdo, y se capacitó a dos compañeros para utilizarlas y cargar para el futuro los datos recabados, pero para ese informe no estarían a tiempo.
Así trabajamos en la CONADEP. Así hicimos el informe y todas las investigaciones que dieron lugar al Juicio a las Juntas y que, muchas décadas más tarde, servirían de base probatoria contra los represores cuando se reabrieron los juicios.
Tenía una máquina de escribir Lexicon 80 para pasar en limpio y resumir, complementando así junto a otros compañeros la tarea del gran editor del Nunca Más, el abogado y dramaturgo Gerardo Taratuto, que le dio forma al libro en su conjunto.
Así, de este modo rudimentario y voluntarista, se escribió el Nunca Más.
Nadie imaginó que los casi 100 CCD con que contábamos al inicio –producto del trabajo de los organismos de derechos humanos durante la dictadura– superarían los 350 en poco tiempo. Y mucho menos se imaginó la trascendencia que ese informe –hecho a fuerza de empecinamiento– tendría para la historia.
Cuando un CCD tenía varios testimonios coincidentes se armaba el llamado “paquete” y se convocaba al abogado de la Secretaría de Asuntos Legales para que comenzara a darle sustento jurídico, con el fin de armar la denuncia legal. El primer paso era ir a visitar los lugares denunciados junto con liberados y familiares, para “reconocerlo”. Eso lo hacía la Secretaría de Procedimientos.
Visitar esos lugares en el año 1984, cuando seguían estando bajo control y habitados por los mismos represores denunciados y a los que se iba a llevar ante la Justicia, no era nada fácil ni era para cualquiera. Con la democracia recién reconquistada, la seguridad no estaba garantizada.
Hasta el último día seguimos investigando y el 20 de septiembre a la tarde fuimos a la Plaza de la mano, un grupo de personas, unidas por una tarea y muchos principios.
Nunca tuve ni tendré un trabajo mejor que aquel. Lo hice con total entrega, sin haber sido víctima ni familiar y sin compartir, en la mayoría de los casos, la ideología o las opciones de las víctimas para quienes, desde mi modesto lugar, estaba colaborando para hacer Justicia.
No eran mis amigos, no eran mis compañeros, pero entregaba toda mi pasión, todo mi ser, por proteger cada papelito y cada anotación para defender así la libertad y los derechos humanos de aquellos desconocidos.
Apenas estábamos empezando a recuperar nuestra democracia representativa, republicana y federal, la vigencia de nuestra Constitución, y bien sabíamos lo frágil que era aquello.
Un cálido recuerdo a mis ex compañeros de la CONADEP, nunca mencionados.
* Anahí Abeledo integró la Secretaría de Denuncias de la CONADEP.
Tengo claro que estamos ante una provocación de una persona que solo busca conseguir votos, pero también tengo clarísimo que en el caso que sea elegida, La Libertad Avanza puede poner en riesgo la democracia. Por eso y más que nunca, como dijo Estela, “no nos vamos a quedar calladas”.
Horas antes de sentarme a escribir estas líneas se desarrollaba la audiencia número 27 del juicio por mi apropiación. El imputado es mi tío: ex integrante del grupo de tareas 3.3.2 de la ESMA, Adolfo Miguel Donda Tigel. A él le pido conocer dos datos que mi historia todavía no pude esclarecer: mi fecha de nacimiento, y dónde están mi mamá y mi papá.
Este pedacito de historia personal es parte de la Historia de nuestro país, de un capítulo que intentamos esclarecer desde hace 40 años. De eso quiero hablar: de poder arrojar luz y asomarnos a ver.
Porque, entre otras cosas, que estas personas hagan hoy tanto ruido, consigan muchos votos y se animen a revindicar la dictadura a 40 años de recuperada nuestra democracia es consecuencia de que no supimos condenarlas a tiempo, antes de que pasen de ser panelistas de la TV a candidatos a Presidente. Independientemente de cómo decante el proceso electoral en curso, esta es una autocrítica profunda y le cabe, creo, a todo el campo nacional, popular y democrático.
Pero retornemos al punto. De dónde vengo es público: soy hija de María Hilda “Cori” Pérez y José Laureano Donda, que en los ‘70 formaban parte de Montoneros y que aún hoy se encuentran desaparecidos. Nací en el campo de concentración más importante de la Argentina, la ESMA. Gracias a Abuelas de Plaza de Mayo y su incansable búsqueda recuperé mi identidad en 2004. Soy una de las 133 nietas y nietos recuperados.
Victoria Villarruel, lejos de los flashes durante toda su vida, supo ser un títere de los represores que operó desde las sombras, visitándolos en las cárceles y haciendo lobby activo a favor de su impunidad.
Hoy lo hace a viva voz, salió de la sombra, pero ocultando ese pasado oscuro. Villarruel quiere hacerse conocida, pero hay muchas y muchos que ya la conocemos bien: sabemos quién es, los intereses y entramados que oculta y tiene detrás.
Primero, Villarruel oculta a su familia militar: Eduardo, padre de la candidata a Vicepresidenta, fue jefe compañía de Comando 602, y su abuelo contraalmirante. Pero el Villarruel que oculta particularmente Victoria es a su tío, Ernesto Guillermo.
Ernesto Villarruel era oficial de Inteligencia y tenía oficina propia en el centro clandestino El Vesubio. Como jefe de la División II de Inteligencia del Regimiento de Infantería 3 de La Tablada, el tío de la candidata ordenó operativos en los que desaparecieron personas. Cuando el juez Daniel Rafecas ordenó su detención, se dio a la fuga y estuvo prófugo, pero con trabajo: oficiaba de inspector de Higiene y Seguridad Alimentaria del gobierno porteño, comandado por Mauricio Macri. Fue detenido en 2015 cuando fue a votar. Logró eludir a la Justicia aduciendo que tiene Alzheimer, algo común entre los genocidas que en vez de pruebas entregan partes médicos.
Así de cobardes son y así, cobardemente, siguen operando hoy, a través de personas como la candidata a Vicepresidenta de Milei: sin pruebas, porque la Justicia ya los condenó, y ahora organizando actos en lugares públicos y atacando a nuestras Madres y Abuelas. No nos tienen que preocupar, sino ocupar.
Queda claro que en vez de a Estela de Carlotto, Villarruel prefiere a los Etchecolatz (su nombre aparecía en su cuaderno), a los Videla y a otros genocidas que visitaba asiduamente.
No tengo dudas de qué lado estamos y estarán la mayoría de los argentinos en esta grieta que pretende instalar LLA: en el de la valentía de enfrentar, como Estela, al aparato represor del Estado. En el del amor de las Madres y las Abuelas que siguen buscando nietos e hijos, y no de la cobardía de quienes ni siquiera dicen qué les hicieron y dónde están. En el de la Memoria, Verdad y Justicia, para que el terror no avance Nunca Más.
Que no nos queden dudas desde dónde habla entonces Villarruel:
No es familiar de víctima, sino familiar y cómplice de represores condenados por la Justicia.
No quiere justicia, sino impunidad.
No quiere la libertad, sino el terrorismo de Estado.
No es negacionista, es apologista.
No quiere memoria completa, sino que oculta su pasado.
Y no habla por sí misma, sino que es un títere de quienes desaparecieron, torturaron y mataron a 30.000.
Vuelvo a decirlo: escribo estas líneas mientras sucede, en simultáneo, el juicio por mi apropiación, por si acaso quedaran dudas sobre el proceso de Memoria, Verdad y Justicia sobre los genocidas de la última dictadura militar, proceso que aún no terminó.
Confirmo en este doloroso juicio cómo mis propios familiares ocultan la verdad descaradamente, no haciéndose cargo de sus actos e intentando cobardemente echar culpas a personas que fueron asesinadas y desaparecidas por el Estado. Lo mismo que hace Victoria Villarruel.
Confío y trabajo todos los días para que la Justicia termine condenando a los responsables de mi apropiación, así como se condenó a cientos de militares por la apropiación de otros bebés; para que los juicios en curso continúen y los genocidas cumplan sus penas en cárcel común y efectiva.
En algunos días más volveré a declarar. Porque estoy parada en el mismo lugar de siempre: en el del compromiso por la Verdad.
Y seguiré trabajando y militando para que la memoria alcance a aquellos que dudan de que los dinosaurios siguen presentes y que hay que combatirlos, ahora y siempre.
De ese modo personas como Villarruel también conocerán el fin de su impunidad.
Los orígenes del plan de impunidad que retoma Victoria Villarruel
Página/12 accedió a una propuesta hecha, en septiembre de 2004, por quien fue el mandamás de la inteligencia dictatorial, Carlos Alberto Martínez, en la que sugiere armar causas contra militantes de los ’70 para forzar una amnistía general que favoreciera a los militares. En ese contexto se conformó el grupo de Victoria Villaruel, la candidata a vicepresidenta de La Libertad Avanza que ahora se posiciona en la escena política con la misma propuesta.
Por Luciana Bertoia
Corría septiembre de 2004 y el general de brigada retirado Carlos Alberto Martínez sintió que la situación no daba para más: se estaban reabriendo causas por crímenes cometidos durante la dictadura y empezaban a producirse detenciones de sus camaradas. Martínez, que llevaba ya dos décadas fuera del Ejército, se sentó frente a la computadora y escribió una propuesta que consistía en hacer tantas denuncias contra militantes de los años ‘70 como fueran posibles hasta llegar a una situación de empate que sólo admitiera una salida posible: una amnistía general para antiguos integrantes de las Fuerzas Armadas y de seguridad y para quienes habían sido parte de las organizaciones político-militares de izquierda. La iniciativa se basaba en buscar que los familiares de quienes habían muerto en “cruentos atentados terroristas” se presentaran ante la Justicia. La oficialidad superior se ocuparía de darles fundamentos y abogados. En casi 20 años esta estrategia no había tenido tanta centralidad como la que adquirió durante la semana pasada, cuando Victoria Villarruel, la candidata a vicepresidenta de Javier Milei a quien “no le constan” los crímenes de la última dictadura, protagonizó un acto en la Legislatura porteña con quienes definió como “víctimas del terrorismo”.
Posiblemente por su especialidad, Martínez siempre pasó inadvertido, pero es un engranaje clave del genocidio. Martínez estaba convencido de la lucha “antisubversiva”, tanto que había hecho saber a las autoridades del Ejército que él no autorizaba a ser “canjeado” si era secuestrado por alguna organización armada. Durante 1976 y 1977, estuvo a cargo de la Jefatura II de Inteligencia del Ejército. En enero de 1978, desembarcó como director de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y se quedó hasta el fin de la dictadura, pese a que durante la Guerra de Malvinas protestó porque nadie le había informado que se preparaba el desembarco.
El Juicio a las Juntas lo enfureció. Solía acudir a las actividades de Familiares y Amigos de Muertos por la Subversión (FAMUS), que fue hegemónica en la posdictadura. Martínez estaba convencido de que había que responder con organización a los intentos por juzgar sus crímenes. En 1989, tuvo su oportunidad de volver a la actividad. Al asumir al frente de la SIDE, Juan Bautista “Tata” Yofre lo rescató del ostracismo y lo puso a dirigir la Escuela Nacional de Inteligencia (ENI). Martínez pegó el portazo, indignado porque los indultos de Carlos Menem no habían sido tan abarcativos como él esperaba, según consigna el periodista Gerardo Young en su libro SIDE: la Argentina secreta.
Martínez nunca abandonó las mañas. Dos días después de que el juez Gabriel Cavallo declarara la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida en marzo de 2001, le escribió al dictador Jorge Rafael Videla –de quien había sido uno de sus asesores más cercanos–. El “Pelusa”, como lo conocían en el Ejército, estallaba de ira porque creía que habían perdido la batalla comunicacional.
El dictador estaba, por entonces, en prisión domiciliaria por la causa de robo de bebés. Había recibido el año 2000 con una carta abierta en la que extendía sus deseos de tener una “Argentina grande, reconciliada y en paz”. En marzo de 2001, los periodistas María Seoane y Vicente Muleiro habían publicado El dictador, que se convirtió en un fenómeno de ventas. Entre los jerarcas de la dictadura empezó a correr un rumor: Videla había escrito sus memorias y pensaba hacerlas públicas cuando muriera. Martínez estaba interesado en que Videla hablara y refutara lo que él consideraba una “leyenda negra” sobre la dictadura.
La propuesta
El 25 de septiembre de 2004, Martínez le entregó en mano al general de brigada retirado Augusto Alemanzor su propuesta sobre cómo encarar la nueva etapa. Alemanzor era, para entonces, presidente del Foro de Generales Retirados (FGR), creado hacia finales de 1996 y que también integraba el exhombre fuerte de la inteligencia de la dictadura.
Martínez partía del diagnóstico de que solo el personal retirado de las más altas jerarquías podría dar una respuesta a las detenciones de camaradas que empezaban a producirse. No esperaba nada del Ministerio de Defensa porque era parte del Poder Ejecutivo, “empeñado en profundizar los desencuentros y los enfrentamientos”.
El fin último de Martínez era llegar a la aprobación de una amnistía general. Él estaba particularmente interesado en un proyecto de ley que había presentado ese año el exministro duhaldista Jorge Vanossi. Pero para llegar a la amnistía, necesitaba una situación de empate entre las denuncias que abrían contra militares y las que podrían abrirse contra militantes.
“Dado que difícilmente pueda lograrse que instituciones oficiales, entre ellas las Fuerzas Armadas, de Seguridad y Policiales, destinatarias de cruentos atentados terroristas, denuncien como entidades damnificadas esos actos terroristas y a sus autores, entiendo que los esfuerzos deberían orientarse a lograr que sean los particulares damnificados, en número considerable y deseablemente agrupados, quienes sustancien las acciones legales apropiadas”, sugirió Martínez.
Entre las tareas que detallaba estaban:
Localizar a numerosos particulares damnificados, en su mayoría deudos;
Fundamentar las denuncias para implicar a exintegrantes de organizaciones político-militares;
Como iba a demandar la “intervención de asesoramientos legales del mejor nivel”, deberá definirse si es necesario algún tipo de recurso financiero;
Lograr que los particulares damnificados “consientan” su presentación. Para ello será “necesaria una bien programada acción psicológica para clarificar la opinión pública como para motivar a los particulares damnificados”;
Dar relevancia a las conmemoraciones de los “eventos principales de la agresión terrorista” y enfocarse en las acciones comunicacionales.
Martínez decía que otros ya estaban dedicados a estas tareas. “Existen grupos liderados por oficiales superiores que están trabajando en temas conexos con lo expuesto”, advertía. Él mismo había intercambiado impresiones con un subordinado, Jorge Norberto Apa, otro exintegrante de la Jefatura de Inteligencia, que le sugirió que los distintos grupos que se conformaran tomaran cada uno algún caso y que la oficialidad aportara recursos a cada uno.
“Dada la trascendencia que pueden tener este tipo de acciones en la búsqueda de una solución definitiva tanto para los procedimientos de nuestros camaradas detenidos como para que prevalezca la verdad completa de la guerra desatada por la agresión terrorista, creo que el FGR no debiera quedar al margen sino que debería jugar un rol acorde con su importante representatividad”, reclamó Martínez –a quien el juez Daniel Rafecas procesó por 1193 secuestros, 700 casos de torturas y 151 homicidios, pero murió antes de ser juzgado.
Pasar a la ofensiva
El24 de marzo de 2004, Néstor Kirchner hizo descolgar los cuadros de los dictadores del Colegio Militar de la Nación y protagonizó un acto en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) a través del cual se materializaba la salida de la Marina y el puntapié inicial para la conformación de un espacio de memoria.
Como consigna el periodista Germán Ferrari en Símbolos y fantasmas, Arturo Larrabure afirmó públicamente que esos hechos lo determinaron a volver a denunciar el secuestro de su padre, Argentino Larrabure, por cuya muerte responsabiliza al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Para esos años se conformaron distintas organizaciones como la Comisión de Homenaje Permanente a los Muertos por la Subversión, la Asociación de Víctimas del Terrorismo en Argentina (AVTA) y la Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas del Terrorismo en Argentina (Afavita).
El organismo que mejor cumplió con la consigna de reunir a deudos y abogados fue el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv), que se conformó en 2006 pero recién se inscribió formalmente en mayo de 2008. Su referente máxima es Victoria Villarruel, una abogada que se había recibido tres años antes, pero que tenía una trayectoria en los grupos pro-militares. Villarruel integró Jóvenes por la Verdad, conformado para 2003 y que, entre otras actividades, procuraba llevar solidaridad a los genocidas presos: así juntaban cartas para Ricardo Cavallo mientras estaba detenido en España. Para esa época,Villarruel empezó a coordinar visitas a Videla, con quien Martínez mantenía contacto. Según el mayor retirado Pedro Mercado, marido de Cecilia Pando, él llegó a conocer al dictador a través de Villarruel.
La abogada, como reconoció en un juicio en Tucumán, también integró la Asociación Unidad Argentina (Aunar), conformada en 1993 por militares que habían actuado en la represión. Su máximo exponente fue Fernando Exequiel Verplaetsen, exdirector de inteligencia en el Comando de Institutos Militares con asiento en Campo de Mayo y último jefe de la Policía bonaerense durante la dictadura. Aunar se sumó formalmente al Celtyv a través del mayor retirado Jorge Alberto Scrigna, su presidente, según surge de la escritura a la que tuvo acceso este diario.
El Celtyv también se conformó con abogados ligados al Colegio de la calle Montevideo, reconocido reducto del conservadurismo y del establishment porteño, como informó el periodista Ari Lijalad en El Destape. Entre otros fundaron el Celtyv su expresidente Máximo Fonrouge, el exconsejero Alejandro Fargosi, Javier Vigo Leguizamón, Carlos Manfroni –que escribió un libro con Villarruel y fue funcionario de Patricia Bullrich en el Ministerio de Seguridad– y Jorge Pérez Alati, socio en el estudio que supieron montar Mariano Grondona (hijo) y el heredero de José Martínez de Hoz, ministro de Economía de Videla. En la conformación original aparecen también los abogados Horacio Adolfo García Belsunce –padre de María Marta García Belsunce, asesinada en 2002 en el country en el que vivía, y muchos años antes integrante del Grupo Azcuénaga, que le daba sustento ideológico a la dictadura– y Eugenio Carlos José Aramburu, hijo del dictador ejecutado por Montoneros en 1970.
Desde su creación, el Celtyv presentó pocos casos ante la Justicia. En ninguno consiguió pronunciamientos favorables. La organización que lidera Villarruel se introdujo como amicus curiae (amigo del tribunal) en dos causas emblemáticas: la de la muerte de Larrabure –que todas las instancias negaron que se tratara de un caso de lesa humanidad y que espera una resolución de la Corte, donde estuvo a punto de salir el año pasado pero retrocedió sorpresivamente– y la de la bomba en Coordinación Federal, donde funcionaba un centro clandestino y operaban los agentes de inteligencia de la Policía Federal Argentina (PFA).
Durante su declaración en el juicio por el Operativo Independencia, Villarruel balbuceó una explicación cuando el fiscal Agustín Chit le preguntó por qué no se habían presentado estos casos ante la Justicia en los años ‘80 y sí recién a partir del reimpulso del proceso de justicia, por ejemplo. Lo que no se conocía hasta ahora eran los pormenores de la estrategia para llevar estos casos a los tribunales, diseñada desde lo más alto de las jerarquías de la última dictadura. Una estrategia que adquiere mayor relevancia después de que Villarruel reclamara en la Legislatura porteña que los militantes de los ’70 “dejen de ser protegidos con la impunidad de la que gozan hasta el momento”.
Malos augurios para el profugo Malatto. La prensa italiana se hace eco del inminente juicio a Malatto en la peninsula ante la falta de avance de la justicia federal argentina, que aun no envio el pedido de extradición del militar traducido. Esto contrasta con lo actuado el caso de Reverberi, a punto de ser remitido a la Argentina.
Desaparecidos, el ex oficial argentino Carlos Malatto corre el riesgo de ser juzgado en Italia
editado por el equipo editorial de Roma
Desaparecidos, el ex oficial argentino Carlos Malatto corre el riesgo de ser juzgado en Italia
La fiscalía romana lo acusó de asesinato por la muerte de ocho personas. El exsoldado vive en Sicilia
12 DE SEPTIEMBRE DE 2023 A LAS 13.16
1 MINUTO DE LECTURA
La fiscal Gianfederica Dito ha cerrado la investigación sobre Carlos Malatto, el ex teniente coronel del ejército argentino con ciudadanía italiana que ahora corre el riesgo de ser juzgado por cargos de asesinato por la muerte de ocho personas.
Los hechos controvertidos están relacionados con el Plan Cóndor, la operación de finales de los años 1970 puesta en marcha por los militares de algunas naciones sudamericanas contra sus oponentes. Actualmente Malatto vive en Italia, en Sicilia, en la zona de Messina.
Desaparecidos / Desaparecidos, riesgos juicio teniente coronel Carlos Malatto
Los investigadores de la Fiscalía de Roma archivan los documentos
Roma, 12 de septiembre. (askanews) – Presentación de documentos y cierre formal
de las investigaciones sobre el ex teniente coronel del ejército argentino
Carlos Malatto, acusado del asesinato de ocho víctimas
del llamado ‘Plan Cóndor’, el acuerdo de las juntas militares
de América del Sur contra opositores políticos implementados en
finales de los 70. El paso formal dado por los investigadores
de la Fiscalía de Roma, coordinada por el fiscal
Gianfederica Dito, generalmente preludia la solicitud de remisión a
juicio. Enfermo desde hace algún tiempo vive en una residencia en
Portorosa, en la provincia de Messina.
En Argentina, durante los años de la dictadura, hubo al menos
30 mil ciudadanos desaparecidos por los militares. Del regreso a
democracia el país latinoamericano ha seguido un camino
pública de verdad y justicia para las víctimas de la dictadura que
Tiene pocos iguales en el mundo y hoy hay más de mil acusados
condenado por delitos cometidos durante el régimen. Para evitar
En los juicios, hay muchos ex militares que han decidido
escaparon al extranjero y algunos de ellos huyeron a Italia.
Escribí este texto entre fines del año 2000 y el despuntar del 2001, para una revista española llamada Planeta Humano. Por aquel entonces no hubiese encontrado lugar en ningún medio argentino. La investigación que requirió y el contacto con sus protagonistas me reconciliaron con el periodismo que había decidido abandonar.
Esta semana sentí la necesidad de rescatarlo, a pesar de que ya tiene más de dos décadas y de que sucedieron muchas cosas desde entonces. En parte, porque siempre creí que demandaba otra oportunidad. Pero, ante todo, porque me pareció que la realidad que estamos viviendo lo reclamaba. La historia que cuenta es vieja pero no perdió relevancia. Al contrario, creo que necesitamos sacarla del freezer, porque hay gente que hoy tiene el tupé de actuar y hablar como si esto que cuento no hubiese tenido lugar. Por eso recomiendo leerla como si fuese un cuento, nomás. No debería costar demasiado, porque sus protagonistas parecen personajes. De hecho, el antropólogo forense Clyde Snow lo es ya. Cuando leí la novela Anil’s Ghost (2000) de Michael Ondaatje —uno de mis escritores favoritos—, me sorprendió encontrarlo allí, a un hombre real, interactuando con criaturas de ficción. Ondaatje percibió antes que yo que el viejo era más grande que la vida misma. A esa altura, Snow todavía era para mí el tipo que había declarado durante el juicio a las Juntas, exhibiendo evidencia inapelable, y con quien intercambiaba mails desde un correo que ya no existe, o al menos cayó en desuso.
Una vez que hayan disfrutado del texto como una historia, entonces sí: recuerden que todo lo que cuenta es cierto. No tiene sentido discutir con los que pretenden poner en duda su veracidad. Lo que importa es que el pueblo sepa, o que al menos rememore todo lo que ya sabe. Los demás, que finjan demencia. No perturbaremos su acting, ni caeremos en su provocación. Nosotros sabemos. Eso es todo lo que se necesita para marcar la diferencia.
En algún momento, otro de los protagonistas de esta historia, Morris Tidball —quien me granjeó acceso al juicio in absentia que se le sustanciaba en Roma a Suárez Mason, fue en esa circunstancia que conocí a Estela de Carlotto—, me recomendó una novela de James Hamilton-Patterson que por supuesto compré. Se llama Griefwork, todo junto: un neologismo de dificultosa traducción. Grief significa pena, y work significa trabajo. La recordé en estos días al reconectar con la historia de Morris y el Equipo Argentino de Antropología Forense, porque entendí que la tarea que recomendaba no había perdido nada de su urgencia. La superación de toda pena profunda demanda trabajo, la vida es así. Y que hoy pase lo que está pasando significa algo que sólo podemos ignorar a nuestro propio riesgo: que la pena que se nos infligió a los argentinos en los ’70 requiere trabajo todavía.
La tarea no terminó.
Los huesos están hechos de la misma materia que el resto del organismo. Sólo que más fuerte. Esa crispación nos permitirá erguirnos, andar, protegerá nuestros órganos más delicados. Cuando todo lo demás se haya ido, cuando la sangre se seque y la carne se deshilache y las uñas se vuelvan ligeras como el ala de una polilla —polvo entre el polvo—, ellos estarán.
Somos nuestros huesos.
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Diciembre, 2000. Un viejo apartamento del barrio de Miserere, en Buenos Aires. Paredes blancas, escritorios. Pasaría por una oficina cualquiera. De no ser por ciertos detalles. Un libro llamado The American Way of Dying. Un cuadro de origen mexicano, el casamiento de dos esqueletos. Se los ve felices.
Patricia Bernardi me enseña fotos de excavaciones. Hay muchas de Bolivia, de cuando recuperaron los restos del Che Guevara. Patricia es uno de los miembros fundadores del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Se la ve en las fotos, de rodillas sobre la tierra. Quitando polvo de los huesos con una escobillla. Tiene ojos punzantes y cuando ríe hace música.
Después me lleva de paseo por la oficina. El laboratorio es una estancia sencilla, con una bandeja metálica sobre la que miden los restos óseos. Detrás del laboratorio hay un cuarto sin ventanas. Estanterías en las cuatro paredes. Cajas de manzanas. Con otra clase de frutos.
Huesos. Cada caja guarda restos de un ser humano. Víctimas de la represión ilegal que tuvo lugar en la Argentina de los ’70. Casi todos rescatados de una fosa común del cementerio de Avellaneda. Figuraban en los registros como NN. (Ningún nombre, no name; los nombres son importantes.) Hasta ese entonces, la sigla NN denominaba a los restos humanos no identificados por los que nadie reclamaba. Del ’76 para aquí, NN significa otra cosa. Los restos óseos hallados por el Equipo no pertenecen a indigentes. Los indigentes no tienen balazos en el cráneo.
Hay 300 cajas en el cuarto.
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Cuando Clyde C. Snow voló por primera vez a la Argentina, en 1984, su principal referencia era que se trataba de la patria de Juan Vucetich, el hombre que creó el sistema de identificación mediante huellas digitales. Antropólogo forense de reputación mundial, Snow había sido invitado por el flamante gobierno democrático de Raúl Alfonsín como miembro de la American Association for the Advancement of Sciences (AAAS).
Aceptó porque su horizonte inmediato se había vaciado de emociones. Un hombre inquieto. Casado cuatro veces. Vive en Oklahoma. Viaja ataviado con su sombrero Stetson y sus botas texanas. Aunque el calor sea sofocante, como en Brasil, donde viajó para identificar los restos de Joseph Mengele.
Cuando Snow llegó a la Argentina, no sabía qué clase de lugar era ese. En su equipaje llevaba repelente para monos.
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Durante los primeros meses del gobierno de Alfonsín, se vivía entre la euforia democrática y el miedo al retorno de los militares.
Morris Tidball marchaba a pesar del miedo. Estudiante de medicina en La Plata, estudiaba poco y vivía mucho. Se decía anarquista. Editaba una revista de un solo folio, escrita a máquina, a un solo espacio y sin puntos aparte. Bibliotecario de un ateneo socialista, rondaba las oficinas locales de las Abuelas de Plaza de Mayo y se metía en cuanta cuestión gremial surgía dentro de la universidad; un misil que busca fuentes de calor. Rubio, alto, de ojos más claros que el día y facciones perfectas, Morris podría pasar por hijo natural de Robert Redford. Una tarde de marzo leyó el anuncio de una conferencia: Seminario sobre Ciencias Forenses y los Desaparecidos. A los pocos minutos de entrar, le llamaron la atención dos cosas. La primera fue la pésima labor de la traductora. Y la segunda fue uno de los científicos del panel, el de bigotes que fumaba un puro y hablaba con la lánguida cadencia de los cowboys. No parecía un científico.
Cuando la traductora se quebró y salió corriendo, el misil de Morris encontró un blanco. Descendiente de ingleses, familiarizado con los términos médicos por la universidad, llenaba con creces el sitial del traductor perfecto para la ocasión. “Pronto descubrí que el inglés de Morris era mejor que el mío”, dice Snow.
Sobre el final, la pregunta que formuló un hombre del público llenó de intriga a Morris. Quería saber si los huesos de un bebé podían disolverse dentro de un ataúd, al punto de no dejar rastros. Morris tradujo la pregunta y Clyde Snow sintió la misma intriga. Es improbable, respondió. Dependería de la acidez del suelo. Necesitaría más datos para ser preciso.
Snow estaba a punto de irse cuando el hombre se le acercó. Dijo ser padre de Amelia Miranda, asesinada por la represión en el ’76 junto con su marido Roberto Lanuscou y sus tres hijos, de 6, 4 años y cinco meses; según los diarios, “cinco extremistas” abatidos por el Ejército. Apenas reiniciada la democracia, Miranda pidió la exhumación de los cuerpos. Encontró restos del matrimonio y de los hijos mayores, pero de la bebé Matilde sólo ropa y un chupete. ¿Aceptaría Snow revisar esos despojos?
La pregunta quedó flotando. Snow tenía pasaje para el día siguiente. Of course, dijo, y sin esperar traducción le ofreció a Morris un empleo.
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En 1984 Patricia Bernardi estudiaba arqueología. Había participado de excavaciones en la Ciudad de David, en Israel, y verano tras verano retornaba a Ushuaia, Tierra del Fuego, para recuperar restos de civilizaciones prehispánicas. Vivía sola. Perdió a sus padres de pequeña. Su hermana vive en Nueva York. Todo lo que tenía era a su abuela, que la crió, y al tío serio y distante en cuya empresa de transportes trabajaba. Nunca participó en política. La arqueología era su burbuja.
Todo su contacto con la represión venía de los medios. Como tantos, asistió demudada a las revelaciones de la CONADEP, la comisión que Alfonsín creó para investigar los hechos. Supo así de secuestros, de tortura, de métodos (prácticos, casi industriales) para disponer de los cadáveres.
En ese estado de exaltación —la verdad exalta—, participó de una protesta contra el FMI, al que se atribuía ser ideólogo del plan económico ejecutado por los militares. Mientras marchaba por Buenos Aires se le acercó Douglas Dougie Cairns, argentino de origen escocés, a quien conocía de la universidad. Dougie era amigo de Morris Tidball. Y Morris lo había mandado a buscar estudiantes de arqueología que estuviesen dispuestos a dejar los libros y pasar a la práctica. Una práctica que podía ser macabra.
“Hay un yanqui que quiere exhumar cadáveres”, le dijo Cairns a Patricia. Estaba esperándolos en un hotel para tener un reunión. Poco después Patricia se topó con Mercedes Mimí Doretti, una de sus compañeras de estudios. Mimí también había sido invitada por Dougie.
Así, en medio de una ciudad que ardía, Clyde Snow propició una reunión improbable. Estaban Morris, Patricia y Mimí Doretti, que soñaba con ser fotógrafa. Estaba Luis Fondebrider, de 18 años, estudiante de antropología, que hubiese seguido a Patricia hasta el fin del mundo. Y estaba Dougie Cairns, en los albores de una borrachera que se tornaría fenomenal, hablando pestes de los yanquis en las narices de Snow.
Con Morris como intérprete, Snow explicó qué esperaba de ellos. Se trataba de una exhumación en el cementerio de Boulogne. Aplicarían técnicas arqueológicas al trabajo forense, para que la recuperación de los restos se hiciese con el menor costo; poco tiempo antes la Justicia había autorizado excavaciones con motopalas, quebrando huesos y perdiendo evidencia. ¿Por qué no exhumaba con arqueólogos diplomados? Porque había remitido cartas al colegio de profesionales sin recibir respuesta. ¿Habría carne en los huesos? “Ya no”, dijo Snow. “¿Para qué sirvo yo —preguntó Mimí—, que no tengo experiencia en excavaciones?” “Puedes limpiar la evidencia y tomar fotografías”, dijo Snow.
La conversación siguió durante la cena. Morris contó el caso Lanuscou. Snow había analizado los restos y concluido que jamás hubo allí el cadáver de un bebé. Los Lanuscou conservaban una nieta en cuya búsqueda cifrar esperanzas.
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El 26 de junio de 1984 amaneció gris. Snow y sus remisos arqueólogos se reunieron bien temprano en el lobby del Hotel Continental.
En el osario de Boulogne los esperaban policías, forenses y enterradores. “Estábamos cagados”, dice Patricia, cigarrillo en mano. “La exhumación más larga de mi vida. Encontramos cosas que un arqueólogo no suele encontrar: ropa, proyectiles. Tengo una imagen imborrable, levanto la cabeza y veo las botas de los policías delante de mis narices. Nos preguntaban cosas intimidatorias. ‘¿Y vos, qué hiciste en el ’76?’ Finalmente di con un cráneo. Lo destapé y salí de la fosa. Algunos cuentan que lloré. Eso no lo recuerdo”, dice.
En la morgue Snow debate con un forense. La discusión parece profesional, pero el subtexto es otro. El forense dice que el agujero del cráneo se debe a una herida de bala a distancia, lo que sugiere un enfrentamiento, disparos que se cruzan, un justo ganador. Snow dice haber visto heridas similares en casos vinculados con la mafia y los traficantes de drogas. Disparos a quemarropa. Esto es, ejecuciones.
Horas después vuelve a su país y los demás a su vida cotidiana. Patricia a la facultad y la empresa de transportes de su tío. Luis a sus estudios y a su doble trabajo: sacar fotocopias y ayudar a un amigo exterminador.
En sus ratos libres, Luis mata cucarachas.
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Snow regresó en febrero de 1985 para dirigir un taller sobre identificación de restos óseos. Con la tecnología de ADN todavía en pañales, la identificación dependía de la existencia de datos pre mortem: radiografías, registros dentales, historias clínicas.
Ante el pedido de un juez, Snow convocó nuevamente a su equipo de estudiantes. Mimí y Patricia se mostraron remisas, pero Morris insistió. El juez creía que las tumbas a descubrir pertenecían a Néstor Fonseca y Liliana Pereyra. Fonseca presentaba características osteológicas singulares: era zurdo y su mano derecha tenía huellas de bala de un accidente de caza.
Trabajaron un sábado por la mañana, no querían problemas con sus empleos. Marcaron un perímetro con sogas. Detrás estaban los policías, y detrás de los policías había curiosos con mantas y canastas de picnic. Mimí fue la primera en reparar en la mujer rubia de chaqueta beige que esperaba al borde del perímetro. Ya habían dado con los huesos del presunto Fonseca cuando la mujer llamó a Mimí con un gesto.
Desde la fosa, Snow dijo que se trataba de los restos de un hombre con fracturas cicatrizadas en la mano derecha. Bien podía ser Fonseca. Mimí le preguntó si estaba seguro. Snow no entendió la pregunta. “La mujer rubia es la esposa de Fonseca”, respondió ella.
La invitaron a aproximarse. Snow le enseñó las fracturas de la mano derecha del esqueleto. Mimí le mostró las pequeñas deformidades en los huesos de la mano izquierda que son patrimonio de todos los zurdos.
Metros más allá, Morris había dado con el cráneo de la mujer a la que se presumía Liliana Pereyra. Al descubrirlo lleno de perdigones de escopeta, salió del foso y se echó a llorar.
Pragmático como siempre, Snow acuñó una frase que se volvería lema. Excavar de día y llorar de noche.
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Para cuando Snow declaró en el juicio contra los ex comandantes (Videla, Massera y el resto de los que detentaron el poder durante la dictadura), su relación con los estudiantes se había enrarecido. Snow confiaba en las promesas del gobierno y en colaborar con las fuerzas de la ley. El Equipo prefería reducir al mínimo su contacto con los policías. “Estábamos desenterrando lo que ellos habían matado”, dice Alejandro Incháurregui.
Había habido algunos éxitos —una serie de placas radiológicas confirmó la identidad de Liliana Pereyra, cuyo cráneo lleno de plomo desenterró Morris—, pero el hecho de que los argentinos privilegiasen su relación con los parientes de las víctimas al trato con las instituciones fastidiaba a Snow.
Su declaración tuvo lugar el segundo día del juicio, 24 de abril de 1985. Bebió un café en el Colón, fumó unos Parisiennes —tabaco negro, el más fuerte del mercado— y subió la escalinata del Palacio de Tribunales. Esperó su turno en un cuarto aislado. No sabía nada de sus díscolos discípulos.
Llegó al estrado más tarde de lo previsto. Era el testigo número doce, y jueces, fiscales y defensores parecían agotados. Cuando le preguntaron de qué forma podían serle útiles, Snow pidió que apagasen las luces y encendió el proyector cargado con diapositivas.
Primero mostró imágenes de las excavaciones y explicó el procedimiento. (Desde el primer piso, Patricia, Mimí, Morris y Luis se vieron en la pantalla.) Después enseñó imágenes de un esternón perforado por una bala, del hueso pélvico de una mujer —tenía 20 años al morir, dijo Snow— y de los dientes del mismo esqueleto. Le habían extraído un canino antes de ser secuestrada. La foto mostraba el espacio dejado por la pieza ausente.
Cuando Snow proyectó la imagen del cráneo de Liliana Pereyra, varios de los presentes boquearon. Había encontrado siete perdigones de Ithaca en su interior, dijo, “la escopeta que utilizan las fuerzas de seguridad argentinas”. El análisis del hueso pelviano demostró además que Liliana, embarazada de cinco meses al ser secuestrada, había dado a luz en término.
Snow proyectó su última diapositiva. En lugar del cráneo rajado se veía ahora un retrato de Liliana Pereyra. Una joven de veinte años, ojos oscuros, maquillaje coqueto y la promesa de una sonrisa. El sollozo de la madre de Liliana ganó el centro de la sala.
Ninguna víctima tiene mejor testigo, dijo Snow, que sus propios huesos.
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Durante los primeros años de la dictadura, Darío Olmo bebía y consumía anfetaminas. Había militado como estudiante secundario, pero en 1973, después de la Masacre de Ezeiza —donde se enfrentaron facciones del peronismo de izquierda y de derecha— se negó a plegarse a la tendencia que indicaba que la única vía era la de las armas. “Ese era el mundo de los adultos”, dice.
Debió haber entrado en la universidad en el ’76, pero vino el golpe y Olmo optó por un año sabático. Vivir en una nube, aunque fuese de origen químico, era un reflejo de supervivencia. Ingresó en la carrera de Antropología, en La Plata, al año siguiente. Un alumno inexistente. Pero la universidad lo empujó a participar de excavaciones arqueológicas en Tierra del Fuego —allí conoció a Patricia y a Luis— y en Sierra de la Ventana.
Una carta de Patricia le informó de una inminente exhumación en La Plata. ¿Le interesaba participar?
Ocurrió al día siguiente de la declaración de Snow. El cuerpo era de Laura Carlotto, hija de la actual presidenta de Abuelas. A Darío le tocó desenterrar los miembros inferiores. Los huesos de las piernas estaban envueltos en una tela de nylon. Las medias casi intactas de Laura, que todavía podía vestir cualquier chica de piernas flexibles, fueron demasiado.
Darío se quebró y dejó la fosa.
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En los diez meses que Snow estuvo ausente, el Equipo funcionó de manera constante. A falta de un espacio físico donde trabajar, lo hacían en cualquier parte. En bares. En sus casas. Por entonces nadie tenía computadoras. “Había carpetas hasta en el baño y en los brazos de los sillones”, dice Patricia.
Exhumaban los fines de semana, viajando en colectivo. Darío seguía siendo empleado del Registro de la Propiedad. Alejandro Incháurregui, el otro platense que se incorporó, contaba dinero en el Hipódromo local.
Alejandro es un tipo de jovialidad y barba perennes. Ceba buen mate y me regala una poesía de Paul Celan. Abrimos una fosa en los aires, dice el poema, allí no hay estrechez. Llegó al Equipo de la mano de Morris, que lo conocía de la universidad. Recuerda su primera exhumación por motivos obvios, pero también por uno intransferible: nunca antes había sufrido jaquecas. “Desde entonces —dice—, soy un tipo jaquecoso”.
Fue en la Fiscalía donde trabaron contacto con los familiares de las víctimas. Necesitaban información pre mortem para lograr identificaciones positivas y los únicos que podían suministrarlas eran padres, tíos, hermanos…
En líneas generales, los desaparecidos habían sido secuestrados por estar políticamente organizados. Las organizaciones fueron arrasadas con ellos, lo cual impedía el acceso a marcos de referencia, información, testigos. Quedaban los familiares. Muchos de ellos ignoraban la militancia de sus hijos, o la ocultaban; preferían disimular el hecho de que habían actuado en política, quizás desde la lucha armada.
“Éramos bastante gansos preguntando”, dice Darío. “La historia de nuestros progresos es la historia de nuestros errores, primero, y después de nuestro progreso en la obtención de datos y la forma de cruzarlos”.
Ser científico no era suficiente. Debían, además, volverse detectives.
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Snow regresó a la Argentina diez meses después de su testimonio en el juicio. Dejó el trabajo de campo a los jóvenes y se concentró en las estadísticas. Quería demostrar que el grueso de los NN correspondía a desaparecidos. Identificó los cementerios cuyos NN se habían duplicado o triplicado entre el ’76 y el ’77 —el período más feroz de la represión— y señaló la caída en la edad de las víctimas. Hasta ese momento, los NN de entre 20 y 25 años de edad eran apenas el 15%, pero entre el ’76 y el ’77 se convirtieron en más de la mitad de los enterrados. Además estaba la causa de muerte. Antes de la dictadura, apenas el 5% de los NN moría por disparo de bala. Entre el ’76 y el ’77, más de la mitad habían sido asesinados a quemarropa.
Esa vez había traído en sus maletas algo más que repelentes. Tenía una oferta para sus estudiantes: una beca de la AAAS por seis meses, que les permitiría concentrarse y cobrar cada treinta días unos módicos 150 dólares.
Le dijeron que no. La beca implicaba depender de la Subsecretaría de Derechos Humanos, que los soñaba abocados exclusivamente a la tarea de exhumación, vital pero insuficiente. Ellos querían saber más, hacer más.
Snow se irritó. “Nada molesta más al viejo —dice Alejandro—, que un planteo sindical”. Había otra razón de peso. Con el hipódromo, las cucarachas y la empresa de transportes, cualquiera de ellos ganaba más que 150 dólares.
Semanas más tarde, aún refunfuñando, Snow reformuló la oferta: 300 al mes. Alejandro dejó La Plata y se instaló en un departamento de Buenos Aires que pertenecía a los padres de su novia. Darío pidió licencia en el Registro de Propiedades y también abandonó la ciudad.
Horacio Verbitsky los definió entonces como “el cardumen”. Eso eran, a fin de cuentas: un grupo que lo hacía todo en conjunto y que se comunicaba telepáticamente.
Patricia y Luis ya vivían juntos.
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En la madrugada del 20 de agosto del ’76, una explosión turbó los sueños de la bucólica localidad de Fátima. Cuando los vecinos se acercaron al páramo humeante, descubrieron que el estallido había perforado un pozo de 80 centímetros de profundidad y un metro de diámetro. Las formas negras y retorcidas que el primer curioso creyó metálicas eran, en realidad, cadáveres a los que un explosivo llamado trotyl dividió y quemó.
El caso llegó al Equipo a principios de 1986. La investigación judicial los llevó a citar familiares que proveyeron datos que condujeron a una única identificación, la de Marta Spagnoli de Vera, cuyo cráneo tenía tres balazos. Para empeorarlo, la madre de la víctima sufrió un ataque de nervios al ser informada y a los pocos días puso en duda el peritaje. Los restos de Marta jamás fueron reclamados por la familia.
La frustración que les produjo ese caso empañó la sensación de haber iniciado una nueva etapa. Las investigaciones de jueces y abogados, estaba claro, contenían datos erróneos. Necesitaban elaborar sus propias hipótesis sobre la identidad de las víctimas, para ampliar las posibilidades de dar en el blanco. Los juzgados no eran la única fuente de información: estaban los archivos de las organizaciones de derechos humanos, las autopsias, los registros de los cementerios.
Entonces el dinero de las becas se acabó. Snow entregó a la Subsecretaría de Derechos Humanos su trabajo estadístico sobre los NN. Pasaron semanas sin que mediase crítica, pedido o comentario alguno. Ni siquiera los recibían en el edificio oficial. La línea de Madres de Plaza de Mayo liderada por Hebe de Bonafini los repudiaba. Los forenses los odiaban también. “Éramos la última mierda del mundo”, dice Alejandro.
Snow regresó a Oklahoma para las Navidades. En la mañana del 26 de diciembre recibió una llamada de Morris. El Congreso argentino había sancionado la Ley de Punto Final, que limitaba las acusaciones contra militares y policías. En el plazo de sesenta días, aquellos que no hubiesen sido formalmente demandados quedarían libres de culpa y cargo. El 22 de febrero del ’87 era la frontera final. De allí en adelante, sólo podrían sustanciarse acusaciones sobre secuestro de menores, falsificación de documentos y sustracción de propiedad privada. Desde la helada Oklahoma, Snow tuvo humor para hacer notar que el gobierno argentino privilegiaba la propiedad a la vida de sus ciudadanos.
El panorama era desalentador. Por primera vez se ponía en negro sobre blanco aquello que la errática política de la Subsecretaría había insinuado: Alfonsín concedería lo que fuese con tal de apaciguar a los militares.
Había tan sólo dos formas de reacción posibles. Una, aconsejada por la lógica de la derrota, era bajar los brazos. Pero había otra.
Sesenta días. Tenían sesenta días.
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“Esto es todo lo que hay”, dijo el empleado, con un gesto no carente de gracia. Bolsas negras de residuos. Más de un centenar. Llenas de huesos.
En la profundidad de la Asesoría Pericial de La Plata, Alejandro y Darío contemplaron el panorama. Dentro de esos sacos estaban los restos de 127 NN exhumados de Grand Bourg por personal poco familiarizado con las delicadezas de la arqueología. Muchas bolsas habían perdido su etiqueta. Ciertas bolsas carecían de cráneo, otras tenían dos. Los huesos no estaban numerados. Además había tierra, hongos, gusanos y arañas.
El primer signo de que podían estar en presencia de los restos de Leticia Akselman fue el cabello. Las fotos con que contaban mostraban su pelo ensortijado y abundante. El resto de las pruebas fueron igualmente auspiciosas. Se trataba de los restos de una mujer de la misma edad, peso y estatura que Leticia. Las placas dentales coincidían.
El 19 de febrero del ’87, tres días antes del plazo fijado por la Ley de Punto Final, un juez procesó al general Guillermo Suárez Mason por el asesinato de Leticia Akselman. Suárez Mason solía hablar de sí mismo como “el Señor de la Vida y de la Muerte”.
La pequeña victoria no fue subrayada por ninguna celebración. No había tiempo que perder. Se pueden hacer tantas cosas en tres días.
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Maco Somigliana es alto, oscuro, de voz y aspecto graves. Nació en Ushuaia, el mismo pueblo al que Patricia, Luis y Darío peregrinaban anualmente en busca del pasado. Su padre, funcionario judicial y dramaturgo, había ido hasta allí buscando tranquilidad para escribir una pieza. Escribió Amarillo y concibió a su hijo varón, il maschio, el macho, apodo que en los labios de su hijita mayor se transformaría en Maco.
De la mano de su padre, Maco entró a trabajar en el Poder Judicial a los 18 años. Cuando la acusación a los genocidas cayó en las faldas del fiscal Strassera, Maco fue uno de los que trabajó en ella día y noche, apilando expedientes donde fuera y durmiendo en sillones.
Enero del ’87 fue una divisoria de aguas. Agotado por la realización de un documental sobre el juicio que jamás se emitió, el padre de Maco murió súbitamente. El único homenaje que concibió su hijo fue regresar al trabajo al otro día, a compilar datos y citar testigos. El reloj galopaba su galope asesino.
Pocos días después la Ley de Punto Final arrasó con la casa. ¿Cuál era el sentido de seguir investigando, si las pruebas no podían ser utilizadas en contra de los asesinos? ¿Y cuál era el valor de la verdad, en un país donde se la separa de sus consecuencias?
Para el cardumen, detenido en aguas procelosas, la respuesta no tardó mucho. En sus flamantes oficinas, los teléfonos no dejaban de sonar. Un familiar preguntaba por la marcha del caso Fátima. Otro se presentaba y pedía saber algo. Desde el secuestro de los suyos estaba perdido en una neblina, y cada dato significaba luz. La verdad era el único faro.
En mayo, el Equipo Argentino de Antropología Forense se constituyó de forma legal, como una asociación sin fines de lucro. Sus miembros fundadores fueron Patricia Bernardi, Mimí Doretti, Luis Fondebrider, Alejandro Incháurregui, Darío Olmo y Morris Tidball.
Un sábado de junio Snow cocinó asado Texas style en su apartamento alquilado de la calle Billinghurst. Era su despedida. Cerveza, vino y pisco boliviano intentaron apagar los calores del chile. Snow recibió un poncho norteño y un diploma que lo habilitaba como miembro honorario del Equipo. Lo sostuvo con ambas manos, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
Ya estaba en Oklahoma cuando el Equipo recibió una cuenta inesperada de parte de la propietaria del apartamento. Con toda justicia, pretendía que se le pagase por el sofá quemado, las cortinas desgarradas y los vasos rotos que fueron el corolario de una noche inolvidable.
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Según las Escrituras, Moisés fue arrojado a las aguas para ser salvado de los egipcios. Lo que el oficial de Prefectura halló en el Canal San Fernando en octubre del ’76 también fue una ofrenda entregada a las aguas, pero una destinada a invertir el mensaje bíblico. Ocho tambores de petróleo. Ocho cadáveres en estado de descomposición, mezclados con cemento y arena.
Cuando Maco ingresó en el Equipo, su primer caso fue el de los fantasmas del Canal. La experiencia de la Fiscalía había hecho de él un archivo viviente de la represión. Supo que esas muertes no se debían a la Armada, porque en ese caso la Prefectura —que depende de la Marina— no hubiese denunciado el hecho. La Aeronáutica no tenía jurisdicción sobre la zona. La Policía enterraba a sus víctimas en cementerios próximos. Quedaba el Ejército, pues, como sospechoso. Pero la forma de disponer de los cadáveres era inusual. Los únicos que podían haber intentado algo así eran los responsables del campo Automotores Orletti: el general Otto Paladino y el ex militar Aníbal Gordon.
La lista de detenidos en Orletti hizo posible interpretar las fragmentarias huellas dactilares tomadas a los cadáveres. Entre los candidatos estaban Ana María del Carmen Pérez y el periodista Marcelo Gelman, hijo de Juan Gelman, uno de los más grandes poetas de América Latina.
La única forma de concretar la identificación era exhumando los cuerpos del cementerio de San Fernando. Pola Sánchez, madre de Ana María Pérez, viajó desde Tucumán para solicitar la exhumación ante la Justicia. Darío y Maco acompañaron a Pola hasta el punto del cementerio donde estaban las tumbas sin nombre. Un parche de terreno lleno de hierbas. Pola se echó sobre la tierra y se puso a llorar.
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A fines de 1989, Mimí, Morris, Alejandro y Luis viajaron a Nueva York para recibir un premio humanitario de la Fundación Reebok. La oportunidad fue ideal para encontrarse con Juan Gelman, que trabajaba allí como traductor.
Gelman los invitó a cenar. Cuando le confirmaron que uno de los cuerpos podía pertenecer a su hijo, tuvo el ánimo de mostrar un rasgo de humor. Dijo que en la Edad Media a los mensajeros de la muerte se los mataba también, recuerda Luis. Y después les sirvió pollo al horno.
Esa noche Gelman no durmió. Tumbados sobre sillones, en la duermevela que sucede al largo viaje y al vino, Alejandro, Luis y Morris fueron testigos de la minuciosa lectura que Gelman hizo del expediente.
Apenas abrió los ojos, Alejandro vio que Gelman lo contemplaba. Le ofreció un café. Con la taza humeante por delante, respondió una por una las preguntas del poeta.
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En Buenos Aires, Maco, Darío y Patricia sorteaban un trámite aún más duro. Pola Sánchez había regresado de Tucumán para recibir la peor de las noticias.
Durante todos esos años Pola creyó que su hija había dado a luz en cautiverio y que su nieto era uno de los tantos niños a quienes las Abuelas buscaban. Tenía tantas esperanzas de encontrarlo a corto plazo, que hasta había comprado un carrito con que llevarlo a pasear.
Las pericias indicaron que Ana María había sido baleada en el vientre cuando su bebé ya estaba colocado en el canal de parto. Patricia, Darío y Maco vieron a Pola en el hotel. Las noticias sumieron a la mujer en la más profunda desesperación. El marido de Pola los increpó. Les preguntó si estaban jugando a ser Dios.
Desde las 9 de la mañana del día siguiente, Pola tuvo en su regazo la urna con los restos de su hija y del feto. La acunaba como si acunase a un bebé.
En un momento preguntó a Patricia cuál era el sexo de la criatura. Después de un breve silencio, Patricia preguntó a Pola con qué había soñado su hija. “Con una nena”, dijo Pola. “Eso era, una nena”, dijo Patricia. “Violeta”, asintió Pola. Y una vez que le hubo dado nombre, pareció más tranquila.
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La excavación tiene más de dos metros de profundidad. Se parece a las exhumaciones previas salvo en sus dimensiones: una superficie de 300 metros cuadrados, y por debajo, centenares de cuerpos trenzados en abrazo.
Mimí, con su instinto para las formas, dice que la imagen le recuerda al Guernica. Una versión ejecutada como bajorrelieve. En una zona se ve una serie de cráneos, uno por encima del otro, que pujan por salir de la tierra.
El proceso de exhumación de la fosa común de Avellaneda se prolongará durante diez años. Viajarán diariamente en un colectivo de la línea 24, dos horas de travesía, siempre cortos de fondos. En lo profundo de la fosa, y ante la familiaridad con la muerte, el humor se permitirá ser ligero. Hay quienes escuchan música en sus walkmans y quienes, como Luis, prefieren llevar una radio cuya antena es una percha de metal. Hay quienes comen chorizo allá abajo y quienes salen a por pastelitos de membrillo que venden los policías de la custodia.
Uno de los primeros esqueletos en ser rescatados es el de una anciana, prótesis dentarias arriba y abajo. Muy pocas denuncias hablaban de víctimas con esas características, la mayor parte de los secuestrados eran jóvenes. El cruce de esos datos con la lista de víctimas los llevó hasta María Mercedes Hourquebie de Francese, de 77 años. Trabajaban sobre sus huesos cuando Snow, que había regresado a la Argentina para la exhumación en Avellaneda, recibió una llamada de Washington. Un abogado de la organización Americas Watch le preguntó si estaba al tanto del caso Suárez Mason. Prófugo de la ley, el ex comandante del Primer Cuerpo de Ejército había sido detenido en San Francisco y debía hacer frente a un pedido de extradición. El abogado preguntó si el Equipo podía aportar algo a la causa.
“Es posible”, dijo Snow. Estaba este caso tan fresco de una desaparecida de 77 años. Y conservaba el informe estadístico sobre los NN en la Argentina, que Alfonsín había archivado en el cajón de las verdades inconvenientes.
El abogado quiso saber si podía hacerse de una copia. Una semana después, un abultado sobre fue depositado en las oficinas del poco confiable correo argentino, con dirección de Washington. Por azar o por inercia el sobre inició el camino, fue a dar a una bolsa, viajó miles de kilómetros con dirección norte, fue recibido y fotocopiado y finalmente incorporado a la causa norteamericana contra Suárez Mason, contribuyendo a determinar su extradición a la Argentina.
La vida tiene sus momentos.
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Cuando se le dice que aceptar la oferta de Morris fue algo temerario —¿estudiantes exhumando fosas comunes?—, Snow lo atribuye al atroz whisky argentino. De haber bebido un dry martini como la gente, le habría dicho: “Morris, esa es la idea más tonta que he oído nunca”.
Morris vive hoy en Costa Rica, como director para América Latina de la organización Reforma Penal Internacional. En septiembre de 2000 se casó con una mexicana llamada Claudia. Alejandro también se casó, tuvo hijos y regresó a La Plata. Trabaja en el Registro de Personas Desaparecidas. Se sienta entre dos pilas de expedientes, una que corresponde a nacimientos y otra a defunciones. (La vida, así como Alejandro, es lo que existe entre una y otra carpeta.)
Mimí maneja la oficina del Equipo en Nueva York y viaja a las misiones que el cardumen acepta en distintos puntos del planeta. El resto sigue en las oficinas de Miserere. Se incorporaron nuevos miembros: Silvana Turner, Anahí Ginarte. Maco se casó y tiene hijos. Darío se casó con una arqueóloga y tiene gatos. Luis no se casó. Él y Patricia ya no siguen juntos, pero están juntos, codo con codo, como durante diez años en las profundidades de Avellaneda.
Los miembros del Equipo son reconocidos en el mundo entero. Han trabajado en Filipinas, en Sudáfrica, en Bosnia y Kosovo, en Haití, en la casi totalidad de América Latina: los llaman de cada país que conoce los horrores del terrorismo de Estado. Sus nombres aparecen con regularidad en los medios internacionales. Los diarios de la Argentina siguen ignorándolos.
Ninguna de las mujeres tiene hijos.
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Que Snow no conociese de la Argentina más que a Vucetich, el hombre de las huellas digitales, fue un gesto profético. Allí donde los datos pre mortem y los análisis de ADN resultaron escasos o lentos, el viejo truco de las huellas digitales comenzó a dar resultado.
Burócratas al fin, los militares registraron cada una de las muertes que causaron. La existencia de listas siempre ha sido negada, a pesar de que trozos salieron a la luz ocasionalmente. Pero el registro de las huellas digitales de los secuestrados o de sus cadáveres sobrevive aquí y allá. De la Masacre de Fátima sólo resta identificar a tres mujeres. “Creímos que los militares no tomarían huellas en la circunstancia del secuestro y de la muerte: estábamos equivocados”, dicen. El Equipo tiene hipótesis sobre la identidad de buena parte de los esqueletos de Avellaneda. Los análisis de ADN ya concluidos demostraron que estaban en el sendero correcto. Las huellas dactilares pueden acelerar el proceso. Quizás el misterio de Avellaneda sea develado en su totalidad más temprano que tarde.
Mientras tanto, en un cuarto sin ventanas del barrio de Miserere, 300 osamentas siguen esperando su oportunidad de dar testimonio.
Aún cuando cae el sol y Patricia cierra los pestillos y se pierde en el río serpeante de la avenida Rivadavia, la oficina nunca queda sola.
A propósito de la protesta universitaria que comparto y milito quiero aportar una referencia histórica.
En el año 2001, durante el gobierno de De la Rúa, su ministro de Economía Lopez Murphy y el de Educación Juri (sí, el rector de la Universidad Nacional de Cordoba) pergeñaron un brutal ajuste que fue derrotado por la movilización de docentes, alumnos y la sociedad … DOS DÉCADAS después enfrentamos las mismas amenazas por los dictados del FMI Y SUS PERSONEROS. No PASARAN
Sí a la extradición de Don Reverberi a Argentina. Se puede probar los desaparecidos con su complicidad
El pronunciamiento se produce después de que el informe elaborado por un colegio médico-legal comprobara que las condiciones de salud del párroco de Sorbolo (Parma) son compatibles con el traslado. Tendrá que responder por crímenes de lesa humanidad
10 DE JULIO DE 2023. ACTUALIZADO A LAS 19:05
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El Tribunal de Apelación de Bolonia, en una audiencia celebrada hoy a puerta cerrada, aceptó la solicitud de extradición contra Don Franco Reverberi.
El sacerdote ítalo-argentino deberá, por tanto, ser trasladado a Argentina para responder en el juicio por cargos de crímenes de lesa humanidad, incluido el asesinato del joven peronista José Beron, desaparecido a fines de 1976 tras un período de reclusión en el centro clandestino. conocida como Casa Departamental en la que, según varios testimonios de sobrevivientes, Reverberi trabajaba como capellán militar, asistiendo en las sesiones de tortura infligidas a los prisioneros.
Nacido en Sorbolo en 1937, de niño Reverberi emigró con su familia a Argentina.
Durante más de cuarenta años vivió en San Rafael, localidad al sur de Mendoza donde, en los años oscuros de la dictadura militar, funcionaba el centro clandestino de tortura y exterminio, célula de ese sistema masivo de “desaparición forzada” que condujo, dentro de el Plan Cóndor, con la muerte de treinta mil personas, en su mayoría jóvenes de entre 16 y 35 años.
Durante el juicio que se abrió en Mendoza en 2010 para determinar la responsabilidad por los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la “guerra sucia” de Videla, algunos sobrevivientes denunciaron que, mientras los torturaban, estuvo presente para asistirlos el “cura tano”, el sacerdote italiano Franco Reverberi. quien, con la Biblia en la mano, habría invitado a los presos a colaborar con sus captores.
Pero cuando Reverberi fue citado por el fiscal federal en junio de 2011, el sacerdote ya había salido del país: un mes antes, un vuelo lo llevó a Sorbolo, donde el ex capellán militar encontró hospitalidad en la iglesia local.
Se entrega a la fiscalía argentina un expediente médico que certifica problemas cardíacos incompatibles con un nuevo vuelo.
Una orden de allanamiento internacional fue emitida en 2012 por la interpol de allanamiento internacional y Argentina hizo una primera solicitud de extradición, denegada porque en Italia aún no existía el delito de tortura en el código penal, siendo introducido recién en 2017.
El punto de inflexión cuando el fiscal de Mendoza, Dante Vega, envía una nueva solicitud de extradición en octubre de 2021 motivada por otras adquisiciones, entre ellas las relativas al caso del joven peronista Beròn, desaparecido durante el período en que, según testimonios, Reverberi trabajaba en la Centro de detención ilegal San Rafael.
La defensa del sacerdote luego apeló contra la extradición, citando impedimentos médicos para el traslado aéreo.
Ahora el fallo de la Corte de Apelaciones se produce luego de que el informe elaborado por un colegio médico-legal el pasado 27 de abril asegurara que “las actuales condiciones de salud de don Franco Reverberi son compatibles con su traslado a la Argentina”.
Inmediatamente después de la sentencia, el abogado Arturo Salerni, quien representa a la República Argentina en el juicio, fue contactado telefónicamente en la estación de Bolonia, observa que “en contra de los argumentos de la defensa de Reverberi, la Corte de Apelaciones emitió a las ,30 el dispositivo que prueba la razón de la República Argentina. Ahora la Corte tiene 15 días para presentar las razones de la sentencia, por lo que habrá que ver si hay recurso de apelación por parte del extraditado”.
La satisfacción la expresa el abogado que, entre 2015 y 2019, durante el juicio Cóndor fue uno de los principales abogados de parte civil de las víctimas: “Naturalmente estamos satisfechos con la sentencia de la Cámara de Apelaciones pero la Casación ya se había expresado en muy claramente y posteriormente el informe médico de Reverberi había demostrado que no había impedimentos para su traslado a Argentina donde finalmente será juzgado”.
Desde hace un año, más de una docena de testimonios brindados en el marco del Juicio a las Juntas Militares pueden verse completos a través del canal de YouTube @PersonasDesaparecidasBA. Incluyen a sobrevivientes, miembros de la Iglesia católica, de las fuerzas armadas y de seguridad. Desde que se difundieron ya suman más de 800.000 reproducciones. Y es que se trata de un material esencial de los archivos audiovisuales de nuestro país, que nunca antes había estado disponible de manera online.
Para conmemorar este 47º aniversario, la Dirección Provincial de Registro de Personas Desaparecidas de la Provincia de Buenos Aires sumará a su canal cuatro nuevos testimonios: el del doctor Emilio Fermín Mignone, el del capitán de navío Oscar Quinteiro, el del doctor Hipólito Solari Yrigoyen y el del capitán de fragata Jorge Búsico.
Mignone fue el padre de Mónica María Candelaria Mignone, desaparecida desde el 14 de mayo de 1976 junto a un grupo de militantes católicos que desarrollaban tareas pastorales en la villa del Bajo Flores. Fue vicepresidente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) de Buenos Aires y primer presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), que documentó y denunció los abusos cometidos por los militares argentinos durante la dictadura. En el año 1986 publicó el libro Iglesia y Dictadura, en el cual denuncia a los miembros de la Iglesia cómplices de la dictadura. Falleció en 1998. Su hija continúa desaparecida.
El capitán de navío Oscar Quinteiro era el padre de Marta Mónica Quinteiro, empleada en la “Sociedad Militar Seguro de Vida” y desaparecida el 14 de mayo de 1976. Ella también era integrante del grupo de cristianos que misionaban en la villa del Bajo Flores.
El abogado y político Hipólito Solari Yrigoyen fue detenido en su casa de Puerto Madryn el 17 de agosto de 1976, cuando tenía 42 años, por una comisión del Ejército. Permaneció en la cárcel de Rawson hasta el 17 de mayo de 1977, fecha en que fue liberado. Viajó al exilio a Venezuela.
El capitán de fragata Jorge Búsico estaba destinado en 1976 en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). No fue miembro de los grupos de tareas que perpetraban la represión ilegal, aunque manifestó su sensación de complicidad con la represión ilegal por no denunciar los hechos oportunamente.
La lista de reproducción “Ejercicio para la Memoria” incluye también los testimonios de Iris Pereyra de Avellaneda, Adriana Calvo de Laborde, Víctor Melchor Basterra, del presbítero Christian Von Wernich, de Jacobo Timerman, José Luis Giorno, Hugo Pascual Luciani, el gendarme Omar Eduardo Torres, el teniente de fragata Jorge Carlos Radice, la periodista Miriam Liliana Lewin, del teniente general Alejandro Agustín Lanusse, de Claudio Marcelo Tamburrini y de monseñor Miguel Esteban Hesayne.