Hace varias semanas hice un primer comentario de breves párrafos del tomo I de la obra La verdad los hará libres (en adelante LV y, si no se indica lo contrario, me referiré al tomo I) cuestionando algunas cosas sueltas y aclarando, además, que no lo había leído. Me detenía, después de algunos temas generales, en los casos de Carlos Mugica, Pancho Soares y Juan Isla Casares (indicando además las páginas donde estaba el tema). Mi amigo Carlos Galli, uno de los responsables de la obra, tomó a mal mi comentario (y, creo yo, de un modo personal) y escribió en mi blog, con mi autorización por cierto, una crítica a mi crítica. No estuve de acuerdo con la gran mayoría de las cosas que decía, pero decidí no publicarlo en mi blog para no transformarlo en una “espiral de violencia”, ironicé. Sólo envié mi comentario al suyo a quienes me lo solicitaron. Después tuve acceso al tomo II (que me regaló Carlos, debo aclararlo) y escribí un comentario al mismo. Debo aclarar, para finalizar este párrafo, que alguien a quien conocía de oídas y con buenas referencias me escribió comentándome mi crítica y haciéndome un aporte que asumí y del que “me hice cargo” sobre un aparente error en lo que decía de Mugica; pero ahora, leído el tomo I, debo relativizar ese “hacerme cargo”… y otra vez un espiral.
Veamos, en detalle, el tomo I. Empecemos notando que toda la obra, muy extensa, se anuncia en 3 tomos. En cierto modo podemos decir, creo no equivocarme, que el tomo I hace una presentación histórica, el II contiene los datos (acceso a los archivos) y III (todavía no apareció) se anuncia como interpretación de todo esto (tomo hermenéutico, digamos).
Señalemos, además, que, en este tomo I hay diferentes autores para las diferentes unidades: una más teológica en general (sobre la historia, sobre la Iglesia y sobre la historia de la Iglesia, capítulos 1-3) y la segunda parte –la más extensa– sobre los diferentes actores: laicos, “sacerdotes” [sic], religiosos/as, obispos (capítulos 4-13), con una especie de síntesis general (aunque no se presente como tal) sobre las tensiones internas en el episcopado y la presencia de católicos en los organismos de Derechos Humanos (capítulos 14 y 15). Casi todos los capítulos, con la excepción de los primeros 4 y el 14 son obras de dos o más autores, aunque hay a veces breves párrafos de un solo autor.
La obra señala que no es mucha la bibliografía sobre el tema. Quizás sea cierto, pero no conviene olvidar lo que, hablando sobre la literatura apocalíptica, dice una excelente biblista veterocatólica de los Estados Unidos:
“Los estudios antropológicos sobre el terrorismo de Estado en la Argentina, que están en la vanguardia de la investigación científica sobre este fenómeno de una manera más amplia, proporcionan también un recurso importante para la comprensión de la dinámica del terrorismo de Estado en el mundo antiguo”. [Anathea E. Portier-Young, Apocalipsis contra Imperio. Teologías de la resistencia en el judaísmo antiguo (col. Ágora 39) Navarra: edit. Verbo Divino 2016, 228, n. 569]
Ahora bien, si de una presentación histórica se trata (y de autores varios, además), resulta –estoy convencido– muy importante saber quién es el que escribe y desde dónde lo hace (algo, no preciso, se encuentra en página 422). En la muy buena biografía sobre Perón, Norberto Galasso lo aclara en el prólogo:
“Ante una obra como esta –y en general frente a toda obra histórica– el investigador debe tomar todos los recaudos necesarios para sustentar el mayor rigor histórico en cuanto a la veracidad de la información (…) pero debe asumir cierta óptica para la interpretación (…) no porque así lo desee sino porque no existe posibilidad alguna de una historia neutra (…) no existen historiadores vírgenes, sin ideología (…) solía decir Jauretche que había dos tipos de intelectuales: ‘los comprometidos’ (…) y los comprometidos a no comprometerse, es decir, los sometidos a la clase dominante” [N. Galasso, Perón, formación, ascenso y caída (1893-1955), tomo I, Buenos Aires: Colihue 2011, 19-20].
Por ejemplo, el capítulo 6 sobre la vida laical tiene dos autores, pero la obra se divide en dos partes, y cada uno escribe una unidad, cada uno es “su lugar”; en cambio, los capítulos 10 y 11 presentan cinco autores, cuatro religiosas y un varón, pero en ningún momento queda claro quién escribe qué parte. Sin embargo allí encontramos: “Me animo a contar mi propia experiencia en las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús” (p. 644), con lo cual es evidente que ese párrafo es de una de las perteneciente a las “Esclavas” que figuran como autoras, sin que sepamos de cuál de las dos se trata. Señalo esto porque por momentos, por ejemplo, la palabra “tercermundismo” figura como algo negativo, mientras en otras es mirada positivamente; algo semejante ocurre con la teología de la liberación o la teoría de la dependencia. Saber quién y desde dónde escribe ayuda a una lectura más honda para quienes, a su vez, leemos desde nuestro propio lugar. Reconozco que por momentos me sentía andando por “Corea del Centro”, aunque seguí el consejo que repite la maravillosa mística judía holandesa, asesinada en Auschwitz en noviembre de 1943: “Soy incapaz de no leer un libro hasta el final. Me parece una falta de respeto” [Etty Hillesum, Obras completas, Burgos: ed. Monte Carmelo 2020, 335, Diario, viernes 12 de diciembre 1941, 8 de la noche].
Es cierto que en ocasiones puede intuirse ese tal “lugar” cuando se hace referencia, por ejemplo, al “doctor Raúl Alfonsín” (p. 59), al “doctor Humberto Illia” (p. 145), al “doctor Arturo Frondizi” (p. 145) y a “Kirchner” (p. 59), en eso algo puede sospecharse. Si en lugar de “muro”, imagen usada con cierta frecuencia por el papa Francisco, se utiliza la palabra lanatiana “grieta” (pp. 59 y 194), también se puede intuir el “desde dónde”.
Pero para poner un ejemplo preciso del mismo libro, en p. 896 se transcribe de Washington Uranga este dicho: “Yo venía de trabajar en el CELAM, ser funcionario del CELAM, por esa vía estuve en Puebla, en el 79, con mi gran amigo Alfonso López Trujillo, y con Tucho Methol [Alberto Methol Ferré] Con esas personas maravillosas que Dios nos dio, pero que también nos ayudaron a forjarnos”.
Por lo que sé, eso debe leerse en clave irónica ya que la relación de Uranga con ambos fue muy mala y no tiene de ellos ningún buen recuerdo. Pero sin decir quién y desde dónde habla, la interpretación seguramente sea otra.
Y vuelvo para ello a lo que dije oportunamente de Mugica. A modo de apartado, de Carlos sólo se habla en pp. 125-128 (“Mugica: el primer presbítero asesinado”). No se dice nada sobre los autores del asesinato, pero se dedica todo un párrafo a los Montoneros y la violencia (p. 126) y nada se dice de la Triple A en toda la unidad (la lectura, tal como está, invita a pensar en aquellos como autores). Sin embargo, otros párrafos señalan como responsable a esta organización de ultraderecha (p. 336 y más claramente todavía p. 239 n.132). Sin embargo, es sumamente confuso lo dicho en p. 373: el grupo Cristianos para la Liberación “se proponía reagrupar a algunos cristianos críticos de la política montonera luego del asesinato del padre Carlos Mugica”.
Entiendo razonable, más allá de mi opinión personal, la extensión desmedida que se da a la desaparición de los jesuitas Jalics y Yorio, siendo en ese entonces Jorge Mario Bergoglio el superior provincial (pp. 606-630). Allí reconocen que la bibliografía es abundante, por lo que “seguiremos las fuentes que hemos considerado más directas, confiables y objetivas”. Siendo que en las notas recurren a Austen Ivereigh, Sergio Rubin o Aldo Duzdevich, al menos hemos de reconocer que tenemos una opinión muy diferente de la de los autores en lo que a “fuentes serias” se refiere.
El texto intenta ser detallado, pero en lo personal tenemos razones para dudar de sus conclusiones. Solo a modo de ejemplo, en p. 696 Francisco Jalics hablando del perdón afirma que guardaba en un armario documentos con la prueba del delito de sus perseguidores, e interpreta eso como que no los había perdonado “de todo corazón”, por lo cual decidió quemarlos. Difícilmente esos documentos hayan hecho alusión a alguien que no le haya dado órdenes a cumplir en obediencia, por ejemplo… Hace muchos años le escribí al cardenal Bergoglio, en representación de un grupo de curas y siendo él arzobispo de Buenos Aires, una carta en la que le decía que nosotros habíamos sido muy amigos de Orlando Yorio, y sólo conocíamos la versión que él nos había dado, que nos gustaría encontrarnos para escuchar “la otra campana”; me llamó por teléfono (la única vez en mi vida que hablé con él más que un breve saludo en dos misas) para decirme que con gusto nos juntaríamos, pero que esperáramos un tiempo “ya que estaba ocupado”. Nunca pudimos concretar el encuentro, por lo que no lo hemos escuchado. Finalmente, además, tengo una carta personal que me envió Luis Dourrón, quien me invita a seguir más cerca la “versión Yorio” de esta historia.
Otro capítulo extenso por demás son los testimonios de obispos: tres que lo eran durante la dictadura y siete que hacen referencia a aquellos momentos, aunque no eran obispos entonces. No se entiende demasiado esta extensión, aunque algunos testimonios, en lo personal, me resultan muy sensatos, otros lamentables y otros decepcionantes (p. 699-831). Debe decirse que se ve en esto la “mano” de Alcides J. P. Casaretto, no solamente autor del primero de los textos sino acompañante en la segunda (e innecesaria) entrevista a Esteban Hesayne (con la primera era suficiente; la segunda es repetitiva y “casareteana”); de hecho, luego de dar su testimonio, el obispo de Quilmes, Carlos J. Tissera, finaliza diciendo: “Gracias, monseñor Jorge Casaretto” (p. 831).
Como en el volumen 2, también aquí son excesivas las repeticiones: en algunos casos he contado que se transcribe tres veces un mismo texto (incluso en una ocasión, p. 581 y 605, esta no es exactamente igual, por lo que no es fácil saber cuál sería la veraz). También hay errores ortográficos o tipográficos en abundancia, nombres mal escritos (los más frecuentes son Mujica por Mugica y Saint Aman por Amant), incluso se cita a Juan Pablo Martín (es José Pablo, p. 52 n. 18), a Ricardo García (es Rubén, 163 n.64) y a Jonn Sobrino (es Jon, 501 n. 170). En otras ocasiones hay confusión de fechas (seguramente debidas a la memoria; es frecuente confundir por un año, por ejemplo 1975 por 1974, en el pobre testimonio de F. Maletti, p. 812) o equivocaciones en los datos: por ejemplo, a veces se afirma que los desaparecidos en la villa 1-11-14 fueron seis (pp. 402; 616) mientras en otra se hace referencia a los siete que realmente fueron (p. 596).
Hay ciertos temas que se presentan de modo incompleto, otros requerirían mayor precisión y otros son verdaderamente pobres, casi de slogan (pp. 578, 710), incluso con imágenes insólitas como aludir al conflicto con Chile como “conflicto de paz” (p. 326) y a la ESMA como un “paraíso de femicidios” (p. 577).
Hay momentos mirados anacrónicamente. Por ejemplo, la referencia a Marcos Cirio (p. 577) mereció que un amigo en común me dijera que se trata de “una definición simplificada que no expresa lo que vivían”.
Hay textos que presentan versiones diferentes entre sí: al hablar del asesinato de Pancho Soares (p. 549 n.170) se afirma que Rosa María Casariego era catequista de la comunidad, mientras que en p. 584 n.51 se desmiente que lo fuera (por lo que sé, ¡no lo era!).
Es interesante, además, que en una misma fecha (febrero de 1976, es decir un mes antes del comienzo de la dictadura) fueron asesinados los curas Pepe Tedeschi y Pancho Soares, y la CEA publicó un comunicado “sobre el asesinato de un sacerdote” (17 de febrero de 1976). Curiosamente no da el nombre del mismo, aunque es de suponer que se refiera a Pancho, ya que Pepe era marginal y estaba dejando el ejercicio del ministerio (no solo no se menciona a Pepe sino que tampoco hay, en su momento, una declaración por el asesinato de Carlos Mugica). De hecho, en la lista de asesinados eclesiásticos de esos días, presentada en p. 549 n.170, también se ignora a Pepe, a pesar de que ambos asesinatos fueron decisivos en el surgimiento del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH). De paso señalo –gratamente– que al presentar en la diócesis de San Isidro el libro de P. Oeyen sobre Pancho Soares, al hablar, Casaretto dijo “cuando murió Pancho”, no pudo decir “lo mataron”; lo mismo, siendo obispo titular, había prohibido en la diócesis, que se hablara del asesinato de Angelelli, pero acá, en pp. 711 [citando el mismo hecho, cambió el verbo] y 712 respectivamente, lo afirma de ambos.
Me permito un paréntesis… Para mostrar que no fueron “tan malos”, de muchos obispos se afirma que “ayudaron a gente a salir del país”, lo cual seguramente sea cierto (en muchos casos, me consta que lo es), pero no está de más señalar que incluso monseñor Tortolo recomendó sacar a alguien del país (p. 717) y lo mismo hizo monseñor Medina (p. 851), ¡nada menos!
Pero quiero señalar un caso concreto: se afirma de Argimiro Moure, obispo de Comodoro Rivadavia, que ayudó a muchos a salir, incluso se destaca la frecuencia (seguramente real porque se repite en diversos testimonios) con que visitó presos (ciertamente políticos, pp. 798, 825-826). Incluso señala el nuncio Calabresi (VL tomo II, pp. 546. 613) que “aprovecho para enunciar (sic) la visita realizada –junto con el obispo Moure (…) al penal de Rawson”, lo que le sirve para criticar a las Madres de Plaza de Mayo (p. 546) y alabar las cualidades cristianas del ministro del Interior Saint Jean (p. 613). Hasta ahí todo iba por los carriles normales; ¿quién lo cuestionaría? Pero tengo ante mí una copia de una carta que el obispo Moure (con membrete, sello y firma) le dirige a monseñor Rudolf Rengstorf el 9 de agosto de 1977, puesto que le piden por un detenido en la cárcel, Rubén Becerra. Ya que ha recibido otras cartas idénticas concluye que “detrás de esto” está Amnesty International. Recabó información que le asegura que Becerra es un “activo y militante idóneo de los Montoneros” y un agitador sindical de Luz y Fuerza. Le aclara –al destinatario– que Montoneros y el ERP son “dos grupos marxistas que han llenado de sangre el País, matando cobardemente a mansalva”, y destaca que ni Amnesty ni los Estados Unidos han tenido en cuenta esta violación de los derechos humanos. “Personalmente opino que las viudas de los policías y los militares asesinados a traición, las madres y las novias de once soldaditos masacrados en el cuartel de Formosa mientras se duchaban merecen tanta compasión y consuelo como la concubina del Sr. Becerra”. Sigue señalando la vida personal de Becerra y la “justicia militar” que rige desde que “el actual gobierno Militar tomara el poder”. “Este es el cuadro en el que deberé moverme para tratar de ayudar al activo marxista Becerra” (…) “Seguiré tratando de hacer todo lo que esté a mi alcance: la única parte de la que me valdré será la atención religiosa, que no se le niega al que la pide”. “No he podido dar con el domicilio de su esposa (…) tengo sí el de su concubina”. Si Amnesty “dispone (…) de medios para ayudar a la familia de Becerra, le ruego que indique que se los gire al Exmo. Sr. arzobispo de Córdoba, Card. Raúl Primatesta. Y si esa institución no se fija, como confiesa, en colores de la piel, o políticos, sería bueno que también le girase recursos a la viuda y la hijita de dos años del Cap. Viola (…) o a las viudas de incontables (…) Tal vez mi respuesta le resulte un poquito dura, Excelentísimo Monseñor, pero créame que me resulta muy difícil reprimir la indignación ante esta burda, indigna, cobarde e injusta campaña contra Argentina que una institución como “Amnesty International” está realizando (…). Todo esto no obsta para que le dé seguridad de que haré todo lo que está a mi alcance –dentro de la justicia y la prudencia– por el Sr. Becerra y sobretodo (sic) por su legítima esposa y sus hijitos”.
Muchas cosas más se podrían señalar acerca de este voluminoso tomo. Pero no quiero dejar de apuntar las siguientes:
Al mencionar –al final– católicos participantes en Organismos de Derechos Humanos no se hace referencia (aunque quizás brevemente por haber sido mencionados en otras ocasiones, pero la repetición no parece ser algo que sea obstáculo en la obra) tanto a Adolfo Pérez Esquivel cuanto a Emilio F. Mignone, el verdadero “padre de los derechos humanos” en la Argentina contemporánea.
Hay ausencias que son llamativas, además, y empobrecen la obra, al menos si se pretende que sea fuente de estudio. Pero quiero señalar dos, que considero importantes:
- Se extraña una seria y profunda reflexión sobre la violencia. La frase “toda violencia es mala” suena a slogan. ¿Vale esto para los ejércitos libertadores de nuestra patria? ¿Vale para santa Juana de Arco? La referencia a “violencia de arriba” y “violencia de abajo”, también de slogan, encierra algo de realidad. El importante texto de 800 presbíteros de la Argentina y otros países de América Latina para la asamblea de Medellín, con copia a Pablo VI, que fue asumido en los documentos finales (II, 16) y la 3º carta pastoral de Oscar Romero revelan que el tema no es ciertamente lineal (como lamentablemente afirma Carmelo Giaquinta, sospechando incluso firmas falsas entre las 800, p. 756). Quizás en lugar de varios textos que, al menos para muchos lectores, resultan innecesarios o superfluos, una buena reflexión sobre la violencia (obviamente ubicada en su tiempo y contexto, para evitar anacronismos que en ocasiones aquí se vislumbran) hubiera sido oportuna.
- Resulta interesante, precisamente por anacrónico, entender muchas cosas que se vivían, y cómo se vivían, en los grupos militantes, tanto políticos como “cristianuchis” (o en ambos). Señalar que en la carta de Marcos Cirio que reproduce Casaretto se expresan “las motivaciones que lo movieron a relacionarse con la lucha armada” (p. 577) resulta extraño, ya que ni el fragmento allí señalado, ni el texto completo (pp. 707-708) hace referencia a arma alguna. El tema es que se afirma que:
“Una cosa es distinguir entre ser actores de violencia política o inspiradores de la misma. Los consagrados fueron pocas veces actores. Fueron más fácilmente de lo deseado inspiradores: no tanto de la violencia, sino de la radicalidad en la entrega a Jesús y su Reino, a la justicia social, al estar del lado de los pobres, a una religiosidad que fuera del pueblo y no principalmente de las élites” (p. 578)
Y entonces, frente a eso, algunos nos preguntamos si eso que entiende como “inspirador” de la violencia no se parece bastante a la fidelidad al Evangelio de Jesús.
Quiero destacar algo más: aunque en el glosario final algo se señale, me parece falso (y peligroso) identificar terrorismo/ta, guerrilla/ero y subversión/ivo… El terrorismo busca sembrar el terror, y eso, en principio, hemos de decir, que es siempre algo negativo. La guerrilla es un modo de combate, que se parece también al asumido por los Macabeos en tiempos bíblicos, o por Martín Miguel de Güemes en la independencia argentina, lo que permite sospechar que no siempre es mala. Subversión es invertir la situación, poner encima algo que está abajo, y –mirado sencillamente– probablemente pocas cosas haya más subversivas que el Evangelio del Reino. Ciertamente esto no indica ni que todas las guerrillas sean positivas, ni que todas las subversiones lo sean, pero identificar las tres como sinónimos (como hacía la dictadura, por cierto) es caer en su juego, el mismo para el que todo militante en la causa de los pobres (subversivo, por tanto) era guerrillero (sic) y, además, era terrorista. Pocos son los que en toda la obra destacan el rol que los empresarios y el modelo económico jugaron para la implantación de la dictadura (como claramente lo señala el obispo Bressanelli, p. 792) y ayuda a entender la matanza de cualquiera que “echó su suerte con los pobres de la tierra”; el tema no era la guerrilla (ya prácticamente diezmada al asumir la dictadura), sino el modelo económico; y confrontar, por ejemplo, de ese modo a la “Iglesia de los pobres”.
Finalizo señalando que sigo sin entender –precisamente por la falta de un buen análisis sobre la violencia– que el tiempo de estudio e investigación comience en 1966. No retroceder por lo menos a 1955 (o 1953… o 1930) ya es parcial. Sigo sosteniendo que la teoría de “los dos demonios” aparece en muchas partes del texto. Sigo sosteniendo que el libro parece un intento de lavar la cara episcopal (de los actuales obispos, reitero). Sigo sosteniendo que publicar esto de ninguna manera debe entenderse como una crítica a mis amigos; y hago mías las palabras de Lucio Gera, cuando comenta que antes de su famoso artículo sobre la Iglesia argentina, publicado en Uruguay, tenía buena relación con Primatesta: “Él se molestó y me dijo: «Mirá lo que hacen los amigos», como si uno al publicar las propias ideas debiera estar contemplando a los amigos” (p.459).
Uno de los artículos finales, de Guadalupe Morad (pp. 832-862), destaca la importancia que el episcopado daba a la unidad, a “no sacar los pies del plato”, pero resulta que cuando Zazpe le dice a Primatesta, a la sazón presidente de la CEA, por qué no ha puesto a Hesayne en ninguna comisión, él responde “porque no piensa como nosotros”. La comunión para ellos, parece, era esa “uniformidad” (= nosotros), tanta que, en una cena de la comisión ejecutiva con Videla, Zazpe no fue invitado por el presidente de la CEA (p. 735). Difícil comunión esa… la misma que permite (¡una vez más!) enaltecer la figura de Novak; cuenta Hesayne:
“Yo con Novak todos los meses me hacía un viaje (…) Y fui un día con esto: «che, ¿quiénes son los ortodoxos, ellos que son la mayoría, o nosotros cuatro o cinco?» El alemán con su parsimonia y bondad, muy alemán pero muy bondadoso, un hombre bueno, un hermano mayor, me dice: «Mirá, Esteban fíjate en tiempo de Arrio, la mayoría del episcopado de ese entonces era arriano, y solamente un grupito con el Papa. Nosotros tenemos el Vaticano II y el Evangelio, pero no a través de una teología cualquiera sino a la luz del Vaticano II. Quedate tranquilo, nosotros somos los ortodoxos»“ (p. 736).
Quizás sea una buena nota conclusiva la frase de Hesayne: no creo en los archivos, estos son una “síntesis, ¡no reflejan todo!” (p. 738). Y el todo es superior a la parte, al decir del Papa Francisco.