Las expresiones de Rosenkrantz demuestran ignorancia del derecho vigente y desprecio por la dignidad humana
Si bien las afirmaciones tuvieron trascendencia mediática, la posición expresada no sorprende. Rosenkrantz es el juez que ha liderado el rumbo regresivo de la Corte. De ello se ha dado cuenta en estas páginas (Sebastián Serrano Alou, en “Los débiles y el poderoso”, 10/10/2021; Guillermo Torremare, en “La Corte Suprema, a contramano”, 7/11/2021; Eduardo Tavani, en “Contra la banda de los cuatro”, 8/05/2022).
En el marco del derecho a la libertad de expresión, las manifestaciones aludidas serían las esperables de un político profundamente reaccionario y solo darían lugar a una fácil réplica. El problema es que las expuso un juez que integra el máximo tribunal de la Nación, encargado de garantizar el acabado cumplimiento de la Constitución Nacional.
Estamos en problemas porque justificar que las necesidades humanas no sean satisfechas bajo pretexto del costo que esa satisfacción implica está muy lejos del paradigma constitucional que Rosenkrantz debe asegurar a la sociedad argentina.
La Constitución Nacional prescribe que se deben sancionar leyes que establezcan “acciones positivas para garantizar la igualdad real de oportunidades y trato y el pleno goce de los derechos reconocidos por esta Constitución y los tratados internacionales de derechos humanos” (artículo 75, inciso 23). Los derechos reconocidos por nuestra Constitución y los tratados son, precisamente, los que vienen a satisfacer las necesidades de la población con el propósito de que la vida humana sea digna.
El Estado está obligado –tanto por las normas que ha sancionado como por los tratados internacionales que ha suscripto– a respetar y garantizar esos derechos. El cumplimiento de esa obligación es lo que brinda legitimidad al Estado.
El Poder Judicial tiene el deber de hacer respetar y cumplir aquella obligación. Lo debe hacer atendiendo favorablemente a los reclamos que lleguen en busca de eliminar fallas y corregir omisiones en las políticas públicas vinculadas a la concreción de derechos. Y más aún, los jueces y las juezas pueden y deben obligar al legislador y al gobierno a asegurar el cumplimiento de las directivas constitucionales en materia de derechos.
La postura asumida por Rosenkrantz es marcadamente inconstitucional porque va en sentido opuesto al deber que tiene el Poder que integra. El caso revela la grave y curiosa paradoja de que quien tiene el deber de hacer respetar la Constitución se expresa enfática y públicamente en contra de su mandato.
Dada la consagración constitucional de los derechos, especialmente los económicos y sociales, el deber estatal de proveerlos se impone. Que el Estado se tome ello en serio significa que se tome en serio también un concepto enarbolado por Rosenkrantz en su triste alocución: la escasez.
La escasez es el nombre que se le da a la distribución desigual de los recursos públicos y nacionales. La escasez es un problema político que resulta de priorizar intereses de los poderes establecidos por sobre las necesidades de las mayorías. Frente a la escasez nuestro régimen constitucional de derechos humanos fija prioridades de asignación imperativas a favor de los sectores vulnerados.
El análisis de la cuestión, cruzado por una fuerte tensión social, tiene una premisa insoslayable: toda distribución inequitativa de los recursos es incompatible con la Constitución Nacional. Y por lo tanto una única conclusión posible: el Estado debe utilizar todas las herramientas políticas que están a su alcance a fin de dar cumplimiento al mandato constitucional.
Cuando subsiste una necesidad porque no se cumple con el derecho que la satisfaga, la obligación de los tribunales de justicia es intimar al Estado a que use sus recursos en pos del cumplimiento del ideal constitucional.
Ningún juez o jueza puede ser neutral frente a los valores que la Constitución consagra. Mucho menos negarlos so pretexto de su costo. Las expresiones de Rosenkrantz demuestran una profunda ignorancia de nuestro derecho vigente y un gran desprecio por la dignidad humana.