Escribí este texto entre fines del año 2000 y el despuntar del 2001, para una revista española llamada Planeta Humano. Por aquel entonces no hubiese encontrado lugar en ningún medio argentino. La investigación que requirió y el contacto con sus protagonistas me reconciliaron con el periodismo que había decidido abandonar.
Esta semana sentí la necesidad de rescatarlo, a pesar de que ya tiene más de dos décadas y de que sucedieron muchas cosas desde entonces. En parte, porque siempre creí que demandaba otra oportunidad. Pero, ante todo, porque me pareció que la realidad que estamos viviendo lo reclamaba. La historia que cuenta es vieja pero no perdió relevancia. Al contrario, creo que necesitamos sacarla del freezer, porque hay gente que hoy tiene el tupé de actuar y hablar como si esto que cuento no hubiese tenido lugar. Por eso recomiendo leerla como si fuese un cuento, nomás. No debería costar demasiado, porque sus protagonistas parecen personajes. De hecho, el antropólogo forense Clyde Snow lo es ya. Cuando leí la novela Anil’s Ghost (2000) de Michael Ondaatje —uno de mis escritores favoritos—, me sorprendió encontrarlo allí, a un hombre real, interactuando con criaturas de ficción. Ondaatje percibió antes que yo que el viejo era más grande que la vida misma. A esa altura, Snow todavía era para mí el tipo que había declarado durante el juicio a las Juntas, exhibiendo evidencia inapelable, y con quien intercambiaba mails desde un correo que ya no existe, o al menos cayó en desuso.
Una vez que hayan disfrutado del texto como una historia, entonces sí: recuerden que todo lo que cuenta es cierto. No tiene sentido discutir con los que pretenden poner en duda su veracidad. Lo que importa es que el pueblo sepa, o que al menos rememore todo lo que ya sabe. Los demás, que finjan demencia. No perturbaremos su acting, ni caeremos en su provocación. Nosotros sabemos. Eso es todo lo que se necesita para marcar la diferencia.
En algún momento, otro de los protagonistas de esta historia, Morris Tidball —quien me granjeó acceso al juicio in absentia que se le sustanciaba en Roma a Suárez Mason, fue en esa circunstancia que conocí a Estela de Carlotto—, me recomendó una novela de James Hamilton-Patterson que por supuesto compré. Se llama Griefwork, todo junto: un neologismo de dificultosa traducción. Grief significa pena, y work significa trabajo. La recordé en estos días al reconectar con la historia de Morris y el Equipo Argentino de Antropología Forense, porque entendí que la tarea que recomendaba no había perdido nada de su urgencia. La superación de toda pena profunda demanda trabajo, la vida es así. Y que hoy pase lo que está pasando significa algo que sólo podemos ignorar a nuestro propio riesgo: que la pena que se nos infligió a los argentinos en los ’70 requiere trabajo todavía.
La tarea no terminó.
Los huesos están hechos de la misma materia que el resto del organismo. Sólo que más fuerte. Esa crispación nos permitirá erguirnos, andar, protegerá nuestros órganos más delicados. Cuando todo lo demás se haya ido, cuando la sangre se seque y la carne se deshilache y las uñas se vuelvan ligeras como el ala de una polilla —polvo entre el polvo—, ellos estarán.
Somos nuestros huesos.
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Diciembre, 2000. Un viejo apartamento del barrio de Miserere, en Buenos Aires. Paredes blancas, escritorios. Pasaría por una oficina cualquiera. De no ser por ciertos detalles. Un libro llamado The American Way of Dying. Un cuadro de origen mexicano, el casamiento de dos esqueletos. Se los ve felices.
Patricia Bernardi me enseña fotos de excavaciones. Hay muchas de Bolivia, de cuando recuperaron los restos del Che Guevara. Patricia es uno de los miembros fundadores del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Se la ve en las fotos, de rodillas sobre la tierra. Quitando polvo de los huesos con una escobillla. Tiene ojos punzantes y cuando ríe hace música.
Después me lleva de paseo por la oficina. El laboratorio es una estancia sencilla, con una bandeja metálica sobre la que miden los restos óseos. Detrás del laboratorio hay un cuarto sin ventanas. Estanterías en las cuatro paredes. Cajas de manzanas. Con otra clase de frutos.
Huesos. Cada caja guarda restos de un ser humano. Víctimas de la represión ilegal que tuvo lugar en la Argentina de los ’70. Casi todos rescatados de una fosa común del cementerio de Avellaneda. Figuraban en los registros como NN. (Ningún nombre, no name; los nombres son importantes.) Hasta ese entonces, la sigla NN denominaba a los restos humanos no identificados por los que nadie reclamaba. Del ’76 para aquí, NN significa otra cosa. Los restos óseos hallados por el Equipo no pertenecen a indigentes. Los indigentes no tienen balazos en el cráneo.
Hay 300 cajas en el cuarto.
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Cuando Clyde C. Snow voló por primera vez a la Argentina, en 1984, su principal referencia era que se trataba de la patria de Juan Vucetich, el hombre que creó el sistema de identificación mediante huellas digitales. Antropólogo forense de reputación mundial, Snow había sido invitado por el flamante gobierno democrático de Raúl Alfonsín como miembro de la American Association for the Advancement of Sciences (AAAS).
Aceptó porque su horizonte inmediato se había vaciado de emociones. Un hombre inquieto. Casado cuatro veces. Vive en Oklahoma. Viaja ataviado con su sombrero Stetson y sus botas texanas. Aunque el calor sea sofocante, como en Brasil, donde viajó para identificar los restos de Joseph Mengele.
Cuando Snow llegó a la Argentina, no sabía qué clase de lugar era ese. En su equipaje llevaba repelente para monos.
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Durante los primeros meses del gobierno de Alfonsín, se vivía entre la euforia democrática y el miedo al retorno de los militares.
Morris Tidball marchaba a pesar del miedo. Estudiante de medicina en La Plata, estudiaba poco y vivía mucho. Se decía anarquista. Editaba una revista de un solo folio, escrita a máquina, a un solo espacio y sin puntos aparte. Bibliotecario de un ateneo socialista, rondaba las oficinas locales de las Abuelas de Plaza de Mayo y se metía en cuanta cuestión gremial surgía dentro de la universidad; un misil que busca fuentes de calor. Rubio, alto, de ojos más claros que el día y facciones perfectas, Morris podría pasar por hijo natural de Robert Redford. Una tarde de marzo leyó el anuncio de una conferencia: Seminario sobre Ciencias Forenses y los Desaparecidos. A los pocos minutos de entrar, le llamaron la atención dos cosas. La primera fue la pésima labor de la traductora. Y la segunda fue uno de los científicos del panel, el de bigotes que fumaba un puro y hablaba con la lánguida cadencia de los cowboys. No parecía un científico.
Cuando la traductora se quebró y salió corriendo, el misil de Morris encontró un blanco. Descendiente de ingleses, familiarizado con los términos médicos por la universidad, llenaba con creces el sitial del traductor perfecto para la ocasión. “Pronto descubrí que el inglés de Morris era mejor que el mío”, dice Snow.
Sobre el final, la pregunta que formuló un hombre del público llenó de intriga a Morris. Quería saber si los huesos de un bebé podían disolverse dentro de un ataúd, al punto de no dejar rastros. Morris tradujo la pregunta y Clyde Snow sintió la misma intriga. Es improbable, respondió. Dependería de la acidez del suelo. Necesitaría más datos para ser preciso.
Snow estaba a punto de irse cuando el hombre se le acercó. Dijo ser padre de Amelia Miranda, asesinada por la represión en el ’76 junto con su marido Roberto Lanuscou y sus tres hijos, de 6, 4 años y cinco meses; según los diarios, “cinco extremistas” abatidos por el Ejército. Apenas reiniciada la democracia, Miranda pidió la exhumación de los cuerpos. Encontró restos del matrimonio y de los hijos mayores, pero de la bebé Matilde sólo ropa y un chupete. ¿Aceptaría Snow revisar esos despojos?
La pregunta quedó flotando. Snow tenía pasaje para el día siguiente. Of course, dijo, y sin esperar traducción le ofreció a Morris un empleo.
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En 1984 Patricia Bernardi estudiaba arqueología. Había participado de excavaciones en la Ciudad de David, en Israel, y verano tras verano retornaba a Ushuaia, Tierra del Fuego, para recuperar restos de civilizaciones prehispánicas. Vivía sola. Perdió a sus padres de pequeña. Su hermana vive en Nueva York. Todo lo que tenía era a su abuela, que la crió, y al tío serio y distante en cuya empresa de transportes trabajaba. Nunca participó en política. La arqueología era su burbuja.
Todo su contacto con la represión venía de los medios. Como tantos, asistió demudada a las revelaciones de la CONADEP, la comisión que Alfonsín creó para investigar los hechos. Supo así de secuestros, de tortura, de métodos (prácticos, casi industriales) para disponer de los cadáveres.
En ese estado de exaltación —la verdad exalta—, participó de una protesta contra el FMI, al que se atribuía ser ideólogo del plan económico ejecutado por los militares. Mientras marchaba por Buenos Aires se le acercó Douglas Dougie Cairns, argentino de origen escocés, a quien conocía de la universidad. Dougie era amigo de Morris Tidball. Y Morris lo había mandado a buscar estudiantes de arqueología que estuviesen dispuestos a dejar los libros y pasar a la práctica. Una práctica que podía ser macabra.
“Hay un yanqui que quiere exhumar cadáveres”, le dijo Cairns a Patricia. Estaba esperándolos en un hotel para tener un reunión. Poco después Patricia se topó con Mercedes Mimí Doretti, una de sus compañeras de estudios. Mimí también había sido invitada por Dougie.
Así, en medio de una ciudad que ardía, Clyde Snow propició una reunión improbable. Estaban Morris, Patricia y Mimí Doretti, que soñaba con ser fotógrafa. Estaba Luis Fondebrider, de 18 años, estudiante de antropología, que hubiese seguido a Patricia hasta el fin del mundo. Y estaba Dougie Cairns, en los albores de una borrachera que se tornaría fenomenal, hablando pestes de los yanquis en las narices de Snow.
Con Morris como intérprete, Snow explicó qué esperaba de ellos. Se trataba de una exhumación en el cementerio de Boulogne. Aplicarían técnicas arqueológicas al trabajo forense, para que la recuperación de los restos se hiciese con el menor costo; poco tiempo antes la Justicia había autorizado excavaciones con motopalas, quebrando huesos y perdiendo evidencia. ¿Por qué no exhumaba con arqueólogos diplomados? Porque había remitido cartas al colegio de profesionales sin recibir respuesta. ¿Habría carne en los huesos? “Ya no”, dijo Snow. “¿Para qué sirvo yo —preguntó Mimí—, que no tengo experiencia en excavaciones?” “Puedes limpiar la evidencia y tomar fotografías”, dijo Snow.
La conversación siguió durante la cena. Morris contó el caso Lanuscou. Snow había analizado los restos y concluido que jamás hubo allí el cadáver de un bebé. Los Lanuscou conservaban una nieta en cuya búsqueda cifrar esperanzas.
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El 26 de junio de 1984 amaneció gris. Snow y sus remisos arqueólogos se reunieron bien temprano en el lobby del Hotel Continental.
En el osario de Boulogne los esperaban policías, forenses y enterradores. “Estábamos cagados”, dice Patricia, cigarrillo en mano. “La exhumación más larga de mi vida. Encontramos cosas que un arqueólogo no suele encontrar: ropa, proyectiles. Tengo una imagen imborrable, levanto la cabeza y veo las botas de los policías delante de mis narices. Nos preguntaban cosas intimidatorias. ‘¿Y vos, qué hiciste en el ’76?’ Finalmente di con un cráneo. Lo destapé y salí de la fosa. Algunos cuentan que lloré. Eso no lo recuerdo”, dice.
En la morgue Snow debate con un forense. La discusión parece profesional, pero el subtexto es otro. El forense dice que el agujero del cráneo se debe a una herida de bala a distancia, lo que sugiere un enfrentamiento, disparos que se cruzan, un justo ganador. Snow dice haber visto heridas similares en casos vinculados con la mafia y los traficantes de drogas. Disparos a quemarropa. Esto es, ejecuciones.
Horas después vuelve a su país y los demás a su vida cotidiana. Patricia a la facultad y la empresa de transportes de su tío. Luis a sus estudios y a su doble trabajo: sacar fotocopias y ayudar a un amigo exterminador.
En sus ratos libres, Luis mata cucarachas.
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Snow regresó en febrero de 1985 para dirigir un taller sobre identificación de restos óseos. Con la tecnología de ADN todavía en pañales, la identificación dependía de la existencia de datos pre mortem: radiografías, registros dentales, historias clínicas.
Ante el pedido de un juez, Snow convocó nuevamente a su equipo de estudiantes. Mimí y Patricia se mostraron remisas, pero Morris insistió. El juez creía que las tumbas a descubrir pertenecían a Néstor Fonseca y Liliana Pereyra. Fonseca presentaba características osteológicas singulares: era zurdo y su mano derecha tenía huellas de bala de un accidente de caza.
Trabajaron un sábado por la mañana, no querían problemas con sus empleos. Marcaron un perímetro con sogas. Detrás estaban los policías, y detrás de los policías había curiosos con mantas y canastas de picnic. Mimí fue la primera en reparar en la mujer rubia de chaqueta beige que esperaba al borde del perímetro. Ya habían dado con los huesos del presunto Fonseca cuando la mujer llamó a Mimí con un gesto.
Desde la fosa, Snow dijo que se trataba de los restos de un hombre con fracturas cicatrizadas en la mano derecha. Bien podía ser Fonseca. Mimí le preguntó si estaba seguro. Snow no entendió la pregunta. “La mujer rubia es la esposa de Fonseca”, respondió ella.
La invitaron a aproximarse. Snow le enseñó las fracturas de la mano derecha del esqueleto. Mimí le mostró las pequeñas deformidades en los huesos de la mano izquierda que son patrimonio de todos los zurdos.
Metros más allá, Morris había dado con el cráneo de la mujer a la que se presumía Liliana Pereyra. Al descubrirlo lleno de perdigones de escopeta, salió del foso y se echó a llorar.
Pragmático como siempre, Snow acuñó una frase que se volvería lema. Excavar de día y llorar de noche.
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Para cuando Snow declaró en el juicio contra los ex comandantes (Videla, Massera y el resto de los que detentaron el poder durante la dictadura), su relación con los estudiantes se había enrarecido. Snow confiaba en las promesas del gobierno y en colaborar con las fuerzas de la ley. El Equipo prefería reducir al mínimo su contacto con los policías. “Estábamos desenterrando lo que ellos habían matado”, dice Alejandro Incháurregui.
Había habido algunos éxitos —una serie de placas radiológicas confirmó la identidad de Liliana Pereyra, cuyo cráneo lleno de plomo desenterró Morris—, pero el hecho de que los argentinos privilegiasen su relación con los parientes de las víctimas al trato con las instituciones fastidiaba a Snow.
Su declaración tuvo lugar el segundo día del juicio, 24 de abril de 1985. Bebió un café en el Colón, fumó unos Parisiennes —tabaco negro, el más fuerte del mercado— y subió la escalinata del Palacio de Tribunales. Esperó su turno en un cuarto aislado. No sabía nada de sus díscolos discípulos.
Llegó al estrado más tarde de lo previsto. Era el testigo número doce, y jueces, fiscales y defensores parecían agotados. Cuando le preguntaron de qué forma podían serle útiles, Snow pidió que apagasen las luces y encendió el proyector cargado con diapositivas.
Primero mostró imágenes de las excavaciones y explicó el procedimiento. (Desde el primer piso, Patricia, Mimí, Morris y Luis se vieron en la pantalla.) Después enseñó imágenes de un esternón perforado por una bala, del hueso pélvico de una mujer —tenía 20 años al morir, dijo Snow— y de los dientes del mismo esqueleto. Le habían extraído un canino antes de ser secuestrada. La foto mostraba el espacio dejado por la pieza ausente.
Cuando Snow proyectó la imagen del cráneo de Liliana Pereyra, varios de los presentes boquearon. Había encontrado siete perdigones de Ithaca en su interior, dijo, “la escopeta que utilizan las fuerzas de seguridad argentinas”. El análisis del hueso pelviano demostró además que Liliana, embarazada de cinco meses al ser secuestrada, había dado a luz en término.
Snow proyectó su última diapositiva. En lugar del cráneo rajado se veía ahora un retrato de Liliana Pereyra. Una joven de veinte años, ojos oscuros, maquillaje coqueto y la promesa de una sonrisa. El sollozo de la madre de Liliana ganó el centro de la sala.
Ninguna víctima tiene mejor testigo, dijo Snow, que sus propios huesos.
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Durante los primeros años de la dictadura, Darío Olmo bebía y consumía anfetaminas. Había militado como estudiante secundario, pero en 1973, después de la Masacre de Ezeiza —donde se enfrentaron facciones del peronismo de izquierda y de derecha— se negó a plegarse a la tendencia que indicaba que la única vía era la de las armas. “Ese era el mundo de los adultos”, dice.
Debió haber entrado en la universidad en el ’76, pero vino el golpe y Olmo optó por un año sabático. Vivir en una nube, aunque fuese de origen químico, era un reflejo de supervivencia. Ingresó en la carrera de Antropología, en La Plata, al año siguiente. Un alumno inexistente. Pero la universidad lo empujó a participar de excavaciones arqueológicas en Tierra del Fuego —allí conoció a Patricia y a Luis— y en Sierra de la Ventana.
Una carta de Patricia le informó de una inminente exhumación en La Plata. ¿Le interesaba participar?
Ocurrió al día siguiente de la declaración de Snow. El cuerpo era de Laura Carlotto, hija de la actual presidenta de Abuelas. A Darío le tocó desenterrar los miembros inferiores. Los huesos de las piernas estaban envueltos en una tela de nylon. Las medias casi intactas de Laura, que todavía podía vestir cualquier chica de piernas flexibles, fueron demasiado.
Darío se quebró y dejó la fosa.
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En los diez meses que Snow estuvo ausente, el Equipo funcionó de manera constante. A falta de un espacio físico donde trabajar, lo hacían en cualquier parte. En bares. En sus casas. Por entonces nadie tenía computadoras. “Había carpetas hasta en el baño y en los brazos de los sillones”, dice Patricia.
Exhumaban los fines de semana, viajando en colectivo. Darío seguía siendo empleado del Registro de la Propiedad. Alejandro Incháurregui, el otro platense que se incorporó, contaba dinero en el Hipódromo local.
Alejandro es un tipo de jovialidad y barba perennes. Ceba buen mate y me regala una poesía de Paul Celan. Abrimos una fosa en los aires, dice el poema, allí no hay estrechez. Llegó al Equipo de la mano de Morris, que lo conocía de la universidad. Recuerda su primera exhumación por motivos obvios, pero también por uno intransferible: nunca antes había sufrido jaquecas. “Desde entonces —dice—, soy un tipo jaquecoso”.
Fue en la Fiscalía donde trabaron contacto con los familiares de las víctimas. Necesitaban información pre mortem para lograr identificaciones positivas y los únicos que podían suministrarlas eran padres, tíos, hermanos…
En líneas generales, los desaparecidos habían sido secuestrados por estar políticamente organizados. Las organizaciones fueron arrasadas con ellos, lo cual impedía el acceso a marcos de referencia, información, testigos. Quedaban los familiares. Muchos de ellos ignoraban la militancia de sus hijos, o la ocultaban; preferían disimular el hecho de que habían actuado en política, quizás desde la lucha armada.
“Éramos bastante gansos preguntando”, dice Darío. “La historia de nuestros progresos es la historia de nuestros errores, primero, y después de nuestro progreso en la obtención de datos y la forma de cruzarlos”.
Ser científico no era suficiente. Debían, además, volverse detectives.
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Snow regresó a la Argentina diez meses después de su testimonio en el juicio. Dejó el trabajo de campo a los jóvenes y se concentró en las estadísticas. Quería demostrar que el grueso de los NN correspondía a desaparecidos. Identificó los cementerios cuyos NN se habían duplicado o triplicado entre el ’76 y el ’77 —el período más feroz de la represión— y señaló la caída en la edad de las víctimas. Hasta ese momento, los NN de entre 20 y 25 años de edad eran apenas el 15%, pero entre el ’76 y el ’77 se convirtieron en más de la mitad de los enterrados. Además estaba la causa de muerte. Antes de la dictadura, apenas el 5% de los NN moría por disparo de bala. Entre el ’76 y el ’77, más de la mitad habían sido asesinados a quemarropa.
Esa vez había traído en sus maletas algo más que repelentes. Tenía una oferta para sus estudiantes: una beca de la AAAS por seis meses, que les permitiría concentrarse y cobrar cada treinta días unos módicos 150 dólares.
Le dijeron que no. La beca implicaba depender de la Subsecretaría de Derechos Humanos, que los soñaba abocados exclusivamente a la tarea de exhumación, vital pero insuficiente. Ellos querían saber más, hacer más.
Snow se irritó. “Nada molesta más al viejo —dice Alejandro—, que un planteo sindical”. Había otra razón de peso. Con el hipódromo, las cucarachas y la empresa de transportes, cualquiera de ellos ganaba más que 150 dólares.
Semanas más tarde, aún refunfuñando, Snow reformuló la oferta: 300 al mes. Alejandro dejó La Plata y se instaló en un departamento de Buenos Aires que pertenecía a los padres de su novia. Darío pidió licencia en el Registro de Propiedades y también abandonó la ciudad.
Estudiaban juntos. Excavaban juntos. Salían juntos.
Horacio Verbitsky los definió entonces como “el cardumen”. Eso eran, a fin de cuentas: un grupo que lo hacía todo en conjunto y que se comunicaba telepáticamente.
Patricia y Luis ya vivían juntos.
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En la madrugada del 20 de agosto del ’76, una explosión turbó los sueños de la bucólica localidad de Fátima. Cuando los vecinos se acercaron al páramo humeante, descubrieron que el estallido había perforado un pozo de 80 centímetros de profundidad y un metro de diámetro. Las formas negras y retorcidas que el primer curioso creyó metálicas eran, en realidad, cadáveres a los que un explosivo llamado trotyl dividió y quemó.
El caso llegó al Equipo a principios de 1986. La investigación judicial los llevó a citar familiares que proveyeron datos que condujeron a una única identificación, la de Marta Spagnoli de Vera, cuyo cráneo tenía tres balazos. Para empeorarlo, la madre de la víctima sufrió un ataque de nervios al ser informada y a los pocos días puso en duda el peritaje. Los restos de Marta jamás fueron reclamados por la familia.
La frustración que les produjo ese caso empañó la sensación de haber iniciado una nueva etapa. Las investigaciones de jueces y abogados, estaba claro, contenían datos erróneos. Necesitaban elaborar sus propias hipótesis sobre la identidad de las víctimas, para ampliar las posibilidades de dar en el blanco. Los juzgados no eran la única fuente de información: estaban los archivos de las organizaciones de derechos humanos, las autopsias, los registros de los cementerios.
Entonces el dinero de las becas se acabó. Snow entregó a la Subsecretaría de Derechos Humanos su trabajo estadístico sobre los NN. Pasaron semanas sin que mediase crítica, pedido o comentario alguno. Ni siquiera los recibían en el edificio oficial. La línea de Madres de Plaza de Mayo liderada por Hebe de Bonafini los repudiaba. Los forenses los odiaban también. “Éramos la última mierda del mundo”, dice Alejandro.
Snow regresó a Oklahoma para las Navidades. En la mañana del 26 de diciembre recibió una llamada de Morris. El Congreso argentino había sancionado la Ley de Punto Final, que limitaba las acusaciones contra militares y policías. En el plazo de sesenta días, aquellos que no hubiesen sido formalmente demandados quedarían libres de culpa y cargo. El 22 de febrero del ’87 era la frontera final. De allí en adelante, sólo podrían sustanciarse acusaciones sobre secuestro de menores, falsificación de documentos y sustracción de propiedad privada. Desde la helada Oklahoma, Snow tuvo humor para hacer notar que el gobierno argentino privilegiaba la propiedad a la vida de sus ciudadanos.
El panorama era desalentador. Por primera vez se ponía en negro sobre blanco aquello que la errática política de la Subsecretaría había insinuado: Alfonsín concedería lo que fuese con tal de apaciguar a los militares.
Había tan sólo dos formas de reacción posibles. Una, aconsejada por la lógica de la derrota, era bajar los brazos. Pero había otra.
Sesenta días. Tenían sesenta días.
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“Esto es todo lo que hay”, dijo el empleado, con un gesto no carente de gracia. Bolsas negras de residuos. Más de un centenar. Llenas de huesos.
En la profundidad de la Asesoría Pericial de La Plata, Alejandro y Darío contemplaron el panorama. Dentro de esos sacos estaban los restos de 127 NN exhumados de Grand Bourg por personal poco familiarizado con las delicadezas de la arqueología. Muchas bolsas habían perdido su etiqueta. Ciertas bolsas carecían de cráneo, otras tenían dos. Los huesos no estaban numerados. Además había tierra, hongos, gusanos y arañas.
El primer signo de que podían estar en presencia de los restos de Leticia Akselman fue el cabello. Las fotos con que contaban mostraban su pelo ensortijado y abundante. El resto de las pruebas fueron igualmente auspiciosas. Se trataba de los restos de una mujer de la misma edad, peso y estatura que Leticia. Las placas dentales coincidían.
El 19 de febrero del ’87, tres días antes del plazo fijado por la Ley de Punto Final, un juez procesó al general Guillermo Suárez Mason por el asesinato de Leticia Akselman. Suárez Mason solía hablar de sí mismo como “el Señor de la Vida y de la Muerte”.
La pequeña victoria no fue subrayada por ninguna celebración. No había tiempo que perder. Se pueden hacer tantas cosas en tres días.
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Maco Somigliana es alto, oscuro, de voz y aspecto graves. Nació en Ushuaia, el mismo pueblo al que Patricia, Luis y Darío peregrinaban anualmente en busca del pasado. Su padre, funcionario judicial y dramaturgo, había ido hasta allí buscando tranquilidad para escribir una pieza. Escribió Amarillo y concibió a su hijo varón, il maschio, el macho, apodo que en los labios de su hijita mayor se transformaría en Maco.
De la mano de su padre, Maco entró a trabajar en el Poder Judicial a los 18 años. Cuando la acusación a los genocidas cayó en las faldas del fiscal Strassera, Maco fue uno de los que trabajó en ella día y noche, apilando expedientes donde fuera y durmiendo en sillones.
Enero del ’87 fue una divisoria de aguas. Agotado por la realización de un documental sobre el juicio que jamás se emitió, el padre de Maco murió súbitamente. El único homenaje que concibió su hijo fue regresar al trabajo al otro día, a compilar datos y citar testigos. El reloj galopaba su galope asesino.
Pocos días después la Ley de Punto Final arrasó con la casa. ¿Cuál era el sentido de seguir investigando, si las pruebas no podían ser utilizadas en contra de los asesinos? ¿Y cuál era el valor de la verdad, en un país donde se la separa de sus consecuencias?
Para el cardumen, detenido en aguas procelosas, la respuesta no tardó mucho. En sus flamantes oficinas, los teléfonos no dejaban de sonar. Un familiar preguntaba por la marcha del caso Fátima. Otro se presentaba y pedía saber algo. Desde el secuestro de los suyos estaba perdido en una neblina, y cada dato significaba luz. La verdad era el único faro.
En mayo, el Equipo Argentino de Antropología Forense se constituyó de forma legal, como una asociación sin fines de lucro. Sus miembros fundadores fueron Patricia Bernardi, Mimí Doretti, Luis Fondebrider, Alejandro Incháurregui, Darío Olmo y Morris Tidball.
Un sábado de junio Snow cocinó asado Texas style en su apartamento alquilado de la calle Billinghurst. Era su despedida. Cerveza, vino y pisco boliviano intentaron apagar los calores del chile. Snow recibió un poncho norteño y un diploma que lo habilitaba como miembro honorario del Equipo. Lo sostuvo con ambas manos, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
Ya estaba en Oklahoma cuando el Equipo recibió una cuenta inesperada de parte de la propietaria del apartamento. Con toda justicia, pretendía que se le pagase por el sofá quemado, las cortinas desgarradas y los vasos rotos que fueron el corolario de una noche inolvidable.
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Según las Escrituras, Moisés fue arrojado a las aguas para ser salvado de los egipcios. Lo que el oficial de Prefectura halló en el Canal San Fernando en octubre del ’76 también fue una ofrenda entregada a las aguas, pero una destinada a invertir el mensaje bíblico. Ocho tambores de petróleo. Ocho cadáveres en estado de descomposición, mezclados con cemento y arena.
Cuando Maco ingresó en el Equipo, su primer caso fue el de los fantasmas del Canal. La experiencia de la Fiscalía había hecho de él un archivo viviente de la represión. Supo que esas muertes no se debían a la Armada, porque en ese caso la Prefectura —que depende de la Marina— no hubiese denunciado el hecho. La Aeronáutica no tenía jurisdicción sobre la zona. La Policía enterraba a sus víctimas en cementerios próximos. Quedaba el Ejército, pues, como sospechoso. Pero la forma de disponer de los cadáveres era inusual. Los únicos que podían haber intentado algo así eran los responsables del campo Automotores Orletti: el general Otto Paladino y el ex militar Aníbal Gordon.
La lista de detenidos en Orletti hizo posible interpretar las fragmentarias huellas dactilares tomadas a los cadáveres. Entre los candidatos estaban Ana María del Carmen Pérez y el periodista Marcelo Gelman, hijo de Juan Gelman, uno de los más grandes poetas de América Latina.
La única forma de concretar la identificación era exhumando los cuerpos del cementerio de San Fernando. Pola Sánchez, madre de Ana María Pérez, viajó desde Tucumán para solicitar la exhumación ante la Justicia. Darío y Maco acompañaron a Pola hasta el punto del cementerio donde estaban las tumbas sin nombre. Un parche de terreno lleno de hierbas. Pola se echó sobre la tierra y se puso a llorar.
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A fines de 1989, Mimí, Morris, Alejandro y Luis viajaron a Nueva York para recibir un premio humanitario de la Fundación Reebok. La oportunidad fue ideal para encontrarse con Juan Gelman, que trabajaba allí como traductor.
Gelman los invitó a cenar. Cuando le confirmaron que uno de los cuerpos podía pertenecer a su hijo, tuvo el ánimo de mostrar un rasgo de humor. Dijo que en la Edad Media a los mensajeros de la muerte se los mataba también, recuerda Luis. Y después les sirvió pollo al horno.
Esa noche Gelman no durmió. Tumbados sobre sillones, en la duermevela que sucede al largo viaje y al vino, Alejandro, Luis y Morris fueron testigos de la minuciosa lectura que Gelman hizo del expediente.
Apenas abrió los ojos, Alejandro vio que Gelman lo contemplaba. Le ofreció un café. Con la taza humeante por delante, respondió una por una las preguntas del poeta.
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En Buenos Aires, Maco, Darío y Patricia sorteaban un trámite aún más duro. Pola Sánchez había regresado de Tucumán para recibir la peor de las noticias.
Durante todos esos años Pola creyó que su hija había dado a luz en cautiverio y que su nieto era uno de los tantos niños a quienes las Abuelas buscaban. Tenía tantas esperanzas de encontrarlo a corto plazo, que hasta había comprado un carrito con que llevarlo a pasear.
Las pericias indicaron que Ana María había sido baleada en el vientre cuando su bebé ya estaba colocado en el canal de parto. Patricia, Darío y Maco vieron a Pola en el hotel. Las noticias sumieron a la mujer en la más profunda desesperación. El marido de Pola los increpó. Les preguntó si estaban jugando a ser Dios.
Desde las 9 de la mañana del día siguiente, Pola tuvo en su regazo la urna con los restos de su hija y del feto. La acunaba como si acunase a un bebé.
En un momento preguntó a Patricia cuál era el sexo de la criatura. Después de un breve silencio, Patricia preguntó a Pola con qué había soñado su hija. “Con una nena”, dijo Pola. “Eso era, una nena”, dijo Patricia. “Violeta”, asintió Pola. Y una vez que le hubo dado nombre, pareció más tranquila.
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La excavación tiene más de dos metros de profundidad. Se parece a las exhumaciones previas salvo en sus dimensiones: una superficie de 300 metros cuadrados, y por debajo, centenares de cuerpos trenzados en abrazo.
Mimí, con su instinto para las formas, dice que la imagen le recuerda al Guernica. Una versión ejecutada como bajorrelieve. En una zona se ve una serie de cráneos, uno por encima del otro, que pujan por salir de la tierra.
El proceso de exhumación de la fosa común de Avellaneda se prolongará durante diez años. Viajarán diariamente en un colectivo de la línea 24, dos horas de travesía, siempre cortos de fondos. En lo profundo de la fosa, y ante la familiaridad con la muerte, el humor se permitirá ser ligero. Hay quienes escuchan música en sus walkmans y quienes, como Luis, prefieren llevar una radio cuya antena es una percha de metal. Hay quienes comen chorizo allá abajo y quienes salen a por pastelitos de membrillo que venden los policías de la custodia.
Uno de los primeros esqueletos en ser rescatados es el de una anciana, prótesis dentarias arriba y abajo. Muy pocas denuncias hablaban de víctimas con esas características, la mayor parte de los secuestrados eran jóvenes. El cruce de esos datos con la lista de víctimas los llevó hasta María Mercedes Hourquebie de Francese, de 77 años. Trabajaban sobre sus huesos cuando Snow, que había regresado a la Argentina para la exhumación en Avellaneda, recibió una llamada de Washington. Un abogado de la organización Americas Watch le preguntó si estaba al tanto del caso Suárez Mason. Prófugo de la ley, el ex comandante del Primer Cuerpo de Ejército había sido detenido en San Francisco y debía hacer frente a un pedido de extradición. El abogado preguntó si el Equipo podía aportar algo a la causa.
“Es posible”, dijo Snow. Estaba este caso tan fresco de una desaparecida de 77 años. Y conservaba el informe estadístico sobre los NN en la Argentina, que Alfonsín había archivado en el cajón de las verdades inconvenientes.
El abogado quiso saber si podía hacerse de una copia. Una semana después, un abultado sobre fue depositado en las oficinas del poco confiable correo argentino, con dirección de Washington. Por azar o por inercia el sobre inició el camino, fue a dar a una bolsa, viajó miles de kilómetros con dirección norte, fue recibido y fotocopiado y finalmente incorporado a la causa norteamericana contra Suárez Mason, contribuyendo a determinar su extradición a la Argentina.
La vida tiene sus momentos.
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Cuando se le dice que aceptar la oferta de Morris fue algo temerario —¿estudiantes exhumando fosas comunes?—, Snow lo atribuye al atroz whisky argentino. De haber bebido un dry martini como la gente, le habría dicho: “Morris, esa es la idea más tonta que he oído nunca”.
Morris vive hoy en Costa Rica, como director para América Latina de la organización Reforma Penal Internacional. En septiembre de 2000 se casó con una mexicana llamada Claudia. Alejandro también se casó, tuvo hijos y regresó a La Plata. Trabaja en el Registro de Personas Desaparecidas. Se sienta entre dos pilas de expedientes, una que corresponde a nacimientos y otra a defunciones. (La vida, así como Alejandro, es lo que existe entre una y otra carpeta.)
Mimí maneja la oficina del Equipo en Nueva York y viaja a las misiones que el cardumen acepta en distintos puntos del planeta. El resto sigue en las oficinas de Miserere. Se incorporaron nuevos miembros: Silvana Turner, Anahí Ginarte. Maco se casó y tiene hijos. Darío se casó con una arqueóloga y tiene gatos. Luis no se casó. Él y Patricia ya no siguen juntos, pero están juntos, codo con codo, como durante diez años en las profundidades de Avellaneda.
Los miembros del Equipo son reconocidos en el mundo entero. Han trabajado en Filipinas, en Sudáfrica, en Bosnia y Kosovo, en Haití, en la casi totalidad de América Latina: los llaman de cada país que conoce los horrores del terrorismo de Estado. Sus nombres aparecen con regularidad en los medios internacionales. Los diarios de la Argentina siguen ignorándolos.
Ninguna de las mujeres tiene hijos.
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Que Snow no conociese de la Argentina más que a Vucetich, el hombre de las huellas digitales, fue un gesto profético. Allí donde los datos pre mortem y los análisis de ADN resultaron escasos o lentos, el viejo truco de las huellas digitales comenzó a dar resultado.
Burócratas al fin, los militares registraron cada una de las muertes que causaron. La existencia de listas siempre ha sido negada, a pesar de que trozos salieron a la luz ocasionalmente. Pero el registro de las huellas digitales de los secuestrados o de sus cadáveres sobrevive aquí y allá. De la Masacre de Fátima sólo resta identificar a tres mujeres. “Creímos que los militares no tomarían huellas en la circunstancia del secuestro y de la muerte: estábamos equivocados”, dicen. El Equipo tiene hipótesis sobre la identidad de buena parte de los esqueletos de Avellaneda. Los análisis de ADN ya concluidos demostraron que estaban en el sendero correcto. Las huellas dactilares pueden acelerar el proceso. Quizás el misterio de Avellaneda sea develado en su totalidad más temprano que tarde.
Mientras tanto, en un cuarto sin ventanas del barrio de Miserere, 300 osamentas siguen esperando su oportunidad de dar testimonio.
Aún cuando cae el sol y Patricia cierra los pestillos y se pierde en el río serpeante de la avenida Rivadavia, la oficina nunca queda sola.