1.
Suele decirse que muchas hijas de los setenta se llaman Victoria, pero según el Registro Nacional de las Personas los nombres de mujer más usados durante esos años fueron María Laura y María Eugenia, más Trillizas de Oro y menos metáforas. Así que tal vez solo el azar explique que tres Victorias nacidas en aquella década encabecen las boletas electorales de la ciudad y la provincia de Buenos Aires: Tolosa Paz (1972), Montenegro (1976) y Villarruel (1975), la única que, por ahora, puede cantar su nombre.
Victoria Villarruel es una activista. En los quince años anteriores a secundar a Javier Milei en la lista del partido La Libertad Avanza, hizo crecer el alcance de los discursos favorables al Proceso de Reorganización Nacional, elaboró argumentos precisos con ese fin, escribió dos libros, dio decenas de conferencias, fue a innumerables programas de televisión, recorrió colegios secundarios, produjo con esmero los contenidos de sus redes sociales. En los primeros años dos mil, cuando los juicios a los integrantes del aparato represivo iniciaron su tercer ciclo, Villarruel abrió la caja de herramientas del movimiento de derechos humanos y agarró varias: creó una organización en la que el vínculo sanguíneo con los muertos es un criterio de pertenencia, hizo una lista, cuantificó a los fallecidos, reconstruyó sus biografías, glosó fragmentos del derecho internacional para asentarse sobre un principio de autoridad, pintó murales, recorrió las sedes de las Naciones Unidas. Así durante años, sin parar. No estuvo sola, fue parte de un programa político del que participaron personas e instituciones identificables orientado a poner en valor a la violencia estatal de la década del setenta. Ella hizo, sin embargo, un aporte específico: disputó la categoría “víctimas”. Ahora, luego de recolectar en las PASO del 12 de septiembre el 13,7% de los votos porteños, Victoria Villarruel está cerca de convertirse en diputada nacional.
2.
La historia de las organizaciones que agrupan a (ex)militares, sus esposas y sus hijxs, y a familiares de militares y policías fallecidos, empezó cuando la dictadura terminó. Forman un ramillete de siglas que, por fuera del ámbito castrense y de algunos grupos académicos, pocos argentinos podrían reconocer: FAMUS, UP, AAMC, AUNAR, AFyAPPA, AVTA, AFAVITA, ARPANA. Hay muchas A, porque la Argentina tiene un papel protagónico en los nombres. El resto se reparte en M de memoria, C de completa, U de unión, T de terrorismo, P de presos, S de Subversión, V de víctimas. En general, sus referentes son desconocidos hasta para las personas informadas, con la excepción de Karina Mugica, que tuvo un cierto protagonismo que se extinguió en 2006, y de Cecilia Pando. Estas organizaciones tuvieron distintos objetivos según la época: que los (ex)militares no fueran juzgados; que sí lo fueran lxs integrantes de las organizaciones revolucionarias; que las prisiones preventivas y las condenas sean cumplidas en domicilios y no en cárceles.
Lo constante a lo largo de los últimos cuarenta años es el empeño por construir una memoria de la guerra contra la subversión. Durante mucho tiempo, estas disputas fueron intensas pero con poca exhibición pública, aunque hubo excepciones como la que protagonizó Ricardo Brinzoni, el jefe del Ejército nombrado por el gobierno de la Alianza que reclamó “verdad completa”.
En 2006, cuando la política de derechos humanos del primer kirchnerismo arrancaba su ciclo de esplendor y se reiniciaba el juzgamiento de secuestros, torturas, asesinatos y desapariciones, Victoria Villarruel, recibida de abogada desde 2003, creó el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv).
3.
En 2014, la editorial Sudamericana publicó Los otros muertos: Las víctimas civiles del terrorismo guerrillero de los 70, coescrito entre Victoria Villarruel y Carlos Manfroni. El libro fue parte de un auténtico programa de transformación cultural craneado y puesto a rodar por Pablo Avelluto, quien dirigió entre 2005 y 2012 la editorial Random House Mondadori, una de las productoras de libros más grandes del mundo. Al dejar su puesto en el sector privado, Avelluto ocupó distintos cargos en el gobierno de la ciudad de Buenos Aires y luego fue ministro de Cultura de la Nación durante el mandato de Mauricio Macri, gestión que culminó como secretario luego de la degradación de esa cartera.
En su reciente libro ¿Cómo se fabrica un best seller político?, Ezequiel Saferstein hace una reconstrucción detallista de cómo Avelluto tomó los discursos procesistas, la versión militar de lo ocurrido en los setenta, que hasta entonces circulaban en los márgenes y los hizo ingresar al mainstream. Los sacó de la revista Cabildo y los puso en la librería El Ateneo de la calle Florida. El sello Sudamericana produjo un stock de libros que cuestionaron el relato que predominaba en el espacio público: no hay nada que justifique la violencia estatal de la dictadura y esa violencia debe ser castigada con encarcelamiento. Así, una tanda consistió en extensas crónicas de ataques orquestados por las organizaciones revolucionarias contra baluartes estatales, como por ejemplo Operación Primicia de Ceferino Reato. Otra serie fue la trilogía de Juan Bautista “Tata” Yofre, best sellers rotundos de aquellos años. Otros libros portaban el espíritu del diálogo −una línea que luego Avelluto cultivó en su gestión pública de la mano de Graciela Fernández Meijide y Héctor Leis−, entre ellos Hijos de los 70 que cruza historias de hijxs de militantes y militares proponiendo una suerte de malla de traumas comunes. No todos los libros eran malos libros y no todos eran procesistas en sentido estricto; por ejemplo, la extensa entrevista de Reato a Jorge Rafael Videla tiene un valor histórico ineludible. Dice Saferstein: “el discurso ‘prohibido’ sobre los setenta se volvió un hit editorial.” Y va un poco más allá: los editores “participaron activamente en la materialización de ideas y discursos que pululaban por distintas esferas antes de ser plasmados en hojas de tinta y encarnados en personajes erigidos como referentes”. A ese caudal se sumó Victoria Villarruel con un aporte clave: no tomó a los militares como víctimas de la guerrilla o del kirchnerismo sino que puso en el centro a las y los civiles que fueron asesinados por las organizaciones revolucionarias.
En su libro, Villarruel le atribuye a la guerrilla argentina 1010 muertos, con sus nombres, la fecha y la organización responsable, entre 1969 y 1979. La lista fue construida con los datos publicados en los diarios; su criterio de inclusión no es del todo claro: aunque afirma que se trata de civiles, varios de los mencionados integraban el Ejército. Otros 84 figuran como “NN” y por lo tanto su condición no se puede discernir, ni tampoco si están o no superpuestos con los sí nombrados.
Con Los otros muertos en la mano, Villarruel armó su lugar de enunciación: se autoinstituyó portavoz de un grupo de personas que pocas veces (si es que alguna) habían tenido protagonismo en las discusiones públicas sobre la lucha armada. Ni militantes ni militares, se trataba de quienes no habían elegido ser parte de la guerra. Es cierto que había muchos cuyo carácter, su pertenencia a este conjunto, era discutible, pero había otros que portaban (portan) una complejidad mayor. Por ejemplo: los niños que murieron en ataques de las organizaciones revolucionarias antes y después de 1976.
Cuando Villarruel estaba en la posición de largada de su carrera pública, la víctima ya era un personaje central del modo en el que en la Argentina se construyen los problemas públicos. Ya había también por lo menos dos corrientes anudadas en torno a esa figura. Las víctimas de la violencia estatal (de tipo dictatorial o del tipo propio del régimen constitucional), que en general estaban representadas por organizaciones de derechos humanos o antirrepresivas. En paralelo, poco tiempo antes había surgido Juan Carlos Blumberg, que fue capaz de articular a las víctimas de la criminalidad común en torno a una fuerte demanda punitiva y que logró darle más músculo al brazo represivo del Estado. Esta corriente luego fue retomada por Carolina Píparo, quien también integrará próximamente el bloque libertario en el Congreso nacional si los resultados de las PASO en la provincia de Buenos Aires se mantienen. La historia de cómo la victimización se colocó en el centro de la política argentina es atrapante, pero lo que es preciso mencionar aquí es que un discurso que demandaba derechos para un grupo de víctimas y que pide más encarcelamiento tenía un terreno muy nutritivo para crecer.
En una entrevista que le dio a Cristian Palmiciano, autor de una tesis sobre el Celtyv, Villarruel dijo: “se la resalta mucho a la víctima civil que es la que ha quedado más olvidada de todas”. Con este plan y durante años, ocupó horas de televisión. ¿Quién podría discutir el carácter de víctima de este conjunto de muertos? El único camino para hacerlo es discutir la lucha armada: qué fue, qué significó, cuál fue su racionalidad, cuál era su ética. Espinoso, difícil, imposible de hacer en un panel de Intratables, no hay atajo. ¿Para qué hacerle el juego a semejante puesta en escena? Así fue como Victoria Villarruel tuvo espacio para un monólogo, que ahora se ha ramificado en sus redes sociales. No para. Encontró el punto, es hábil, hace chistes, se ríe.
Le pregunto a Penguin Random House Mondadori cuántos ejemplares lleva vendidos Los otros muertos. Me responden que no me pueden decir la cantidad, pero sí aportar información cualitativa: “el tema de la década del setenta siempre despierta interés. Este título es un long seller que integra nuestro catálogo y está entre los que siempre vuelven a reimprimirse. También está en formato digital muy amigable para los jóvenes lectores. En este sentido, te cuento que este mes reeditamos Juicio a los 70 de Julio Bárbaro. Su reedición tiene que ver con este interés por la temática en los jóvenes lectores”.
4.
Victoria Villarruel pertenece la familia militar. Su padre, Eduardo Villarruel, integró el Ejército Argentino. Él mismo escribió sobre su desempeño en los setenta: “he intervenido en la lucha contra la subversión, tanto en ambiente urbano como rural, habiendo participado activamente en la ‘Operación Independencia’, oportunidad en la cual se me otorgara el correspondiente Diploma de Honor”. Luego de esta estadía en Tucumán durante 1976, Villarruel padre pasó varios años en Campo de Mayo; hasta que en 1982 fue combatiente en la guerra de Malvinas, en la que secundó la compañía de comandos 602, cuyo número uno era Aldo Rico. En mayo de 1987, el ministro de Defensa Horacio Jaunarena ordenó su arresto como sanción por haberse negado a realizar el juramento que obliga a todos los oficiales a observar y defender la Constitución Nacional y por haber promovido que sus subalternos tampoco lo hicieran. Este episodio obstaculizó su carrera durante años hasta que fue pasado a retiro en 1996. Posteriormente se dedicó a la seguridad e higiene de edificios en la ciudad de Rosario, donde creó una empresa (Safety Argentina) que parece ser el medio económico de vida de esta rama de la familia. La madre de Victoria es Diana Destéfani, hija de Lauro Destéfani, otro militar, en este caso de la Armada. Al padre y al abuelo, Victoria los menciona con frecuencia, les agradece que le hayan inculcado “que había que luchar por nuestros valores”. De quien nunca habla es de su tío: Ernesto Guillermo Villarruel, integrante con grado de capitán de la estructura del Regimiento III de La Tablada, que tuvo a su cargo el centro clandestino de detención “El Vesubio”. Villarruel fue detenido durante las elecciones de 2015, cuando fue a votar. En ese momento, tenía 71 años y era inspector de la Agencia Gubernamental de Control, del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, un ente encargado de hacer que las normas se cumplan. Un año después, fue declarado incapaz por cuestiones de salud de afrontar el juicio por delitos de lesa humanidad. Su esposa trabajó más de treinta años en la Corte Suprema de Justicia de la Nación, desde que fue nombrada durante la dictadura hasta 2014. La hija y el hijo del matrimonio trabajan hoy en ese tribunal.
A Victoria Villarruel le molesta que le digan “negacionista”. Un abogado especialista en temas de libertad de expresión recuerda ahora un caso: hace unos años ella demandó por daños y perjuicios a una periodista porque consideró que una nota en la que se hablaba de “defensores de genocidas” perjudicaba su imagen. “Reclamaba porque decía que se la trataba como una quinceañera, como si hubiera gestionado un show, y ella había organizado toda su vida para luchar por la memoria completa, no para quedar en el lugar que la dejaba la nota”, rememora él. Pocos días antes de que su candidatura a las PASO 2021 fuera presentada en el programa “A dos voces” del canal Todo Noticias, Villarruel tuvo una larga conversación con Pablo Sirvén, en La Nación +. La presentó como una “activista de derechos humanos”.
—Sirvén: ¿Sos negacionista?
—Villarruel: No.
—S: ¿Hubo violaciones de los derechos humanos en la dictadura?
—V: Sí.
—S: ¿Está bien que se hayan juzgado esas violaciones de los derechos humanos?
—V: Sí.
Lo cierto es que el discurso público de Victoria Villarruel es oscilante, se acomoda a la época y a la audiencia. En sus comienzos sostenía que lo ocurrido en los setenta fue una guerra, el enfrentamiento de dos bandos armados, un argumento que todavía usa en sus redes sociales. Por ejemplo, en abril de 2006, en un boletín de la Unión de Promociones (UP), una agrupación creada en 2005 para resistir la reapertura de los juicios, escribió: “en un contexto de guerra es legal matar al enemigo”. Este dictamen inicial está fácticamente complicado porque el contenido de “matar” y la definición de “enemigo” usados por la dictadura están bastante lejos de lo que Villarruel intenta presentar como una batalla a cielo abierto durante la Primera Guerra Mundial. Pero sigamos la lógica. El punto central de su argumento es que el “caso argentino” no debería regirse por la legislación internacional de los derechos humanos, sino por el derecho de guerra que emana de los convenios de Ginebra. De este modo, dejaría de ser operativa la categoría de crimen de lesa humanidad que determinó la imprescriptibilidad de los crímenes y permitió que sean juzgados todavía hoy. Entre este razonamiento y las respuestas a Sirvén existe bastante distancia. Pero todavía hay un paso más: como en las guerras no se puede matar civiles, las familias de los otros muertos tienen derecho a reclamar juicio y castigo. En torno a la cuestión de cuál es el derecho aplicable a los distintos tipos de crímenes setentistas hay un volumen de jurisprudencia imposible de resumir aquí. De todas formas, el proceder militar tampoco respetó los convenios de Ginebra, ya que uno de sus puntos principales es que los muertos de un conflicto armado deben ser identificados y entregados a sus familiares, y si esto no es posible enterrados de manera digna.
Al mismo tiempo, desde el Celtyv Villarruel desarrolló una estrategia de comunicación diferenciada y perspicaz: el Centro nunca habla de la violencia estatal, ni a favor ni en contra. Y condensa su comunicación en la historia de las víctimas a las que construye como tales con un modo particular de biografiarlas: relatos breves de cómo murieron, casi siempre con fotos, en escenas familiares, en la vida común.
5.
En una entrevista con Saferstein, incluida en su libro, Pablo Avelluto dice respecto a su trabajo como editor: “hay que tratar de trabajar en ese ronroneo previo en torno a las noticias”, detectar lo que está ahí, convertirlo en objeto, hacerle espacio para que crezca.
En 2016, dos años después de la salida de Los otros muertos, por primera vez un funcionario del Poder Ejecutivo Nacional recibió a representantes de una organización que justifica la violencia estatal de los años setenta. Victoria Villarruel y otros integrantes del Celtyv se reunieron en la Ex Esma con el secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj. Luego de las críticas a esta decisión, Avruj dijo que la política en materia de memoria, verdad y justicia no estaba en discusión y comparó la audiencia que habían tenido con una cita con los familiares de quienes murieron en el incendio del boliche Cromagnon. Los integrantes del Celtyv no lo vivieron así, hablaron de “cambio de paradigma”, de esperanza y alegría, de “un punto de inflexión en nuestras vidas”. Para las organizaciones de derechos humanos y para eso que se llama el campo progresista, el gobierno de Cambiemos retrocedió en las políticas relacionadas con la memoria y el castigo a la represión estatal. Pero para el Celtyv no fue suficiente. Habían ido a pedir que los otros muertos fueran reconocidos por el Estado como víctimas, que se les diera ese estatuto a través de algún simbolismo, como por ejemplo un monumento. No lo lograron. Aquella discusión que Avelluto había promovido encontró su límite institucional.
6.
Es septiembre de 2021 y la pospandemia está en el aire. Victoria Villarruel sube a un escenario, abajo hay miles de personas, muchas de ellas muy jóvenes, muy lookeadas y aun más entusiasmadas. Vicky, Vicky le gritan. Ella alza una mano para arengar. Canta tiene miedo la casta tiene miedo. Y dice: “Me tildan de genocida, me tildan de facha, de negacionista, los mismos que justifican los crímenes del comunismo en todo el mundo. Por eso, sin importarme las etiquetas y sin tenerle miedo a los motes: si robarse todo en nombre de los pobres es ser de izquierda, soy de derecha. Si usurpar tierras al Estado y a la gente es de izquierda, soy de derecha. Si defender la impunidad del terrorismo es de izquierda, señores, soy de derecha. Si votar leyes como la ley de alquileres, la ley Micaela, la ley Yolanda, la ley que mete el lenguaje inclusivo en los medios es de izquierda: yo soy de derecha”. Ahora, la agenda de Villarruel es sobre el presente pero su aura emana de ideas asentadas. Está arriba del escenario y grita: “Por eso, más allá de que me categoricen a mí o a nuestro frente, quiero una Argentina con vida, libertad y propiedad”. Vicky, Vicky. Pocos días después, durante un acto en el Parque Lezama, Villarruel vestida de rojo intenso recibe aun más aplausos, sobre todo después de agradecer “a todos por estar en el cierre de la campaña política más rebelde de los últimos años”.
7.
Después de las PASO, me puse en contacto con Victoria Villarruel. Nos saludamos, por WhatsApp. Le pregunté si podía llamarla. Me respondió que estaba en una videoconferencia, “si te parece escribime y yo voy respondiendo”, dijo. No pretendía discutir con ella sus ideas sino reconstruir cómo llegó a estar arriba de ese escenario, cómo armó una agenda política contemporánea, cómo confluyó con Javier Milei. Se lo pregunté. Pasaron las horas y no me respondió. Al día siguiente le insistí. Por el chat no me llegó ninguna respuesta. Un rato después, en medio de la crisis en el seno del gabinete nacional, tuiteó: “mientras tanto todos nosotros de rehenes del movimiento político más siniestro que padecimos… en serio con esta gente se puede dialogar o chatear por Whatsapp?”.
Ninguna hija nace con los valores de la familia biológica a la que pertenece. Pero no se trata de eso. Se trata de que la hija de una época puede aprovechar las oportunidades y ser más eficaz que quienes la precedieron. Me llegan las fotos del hotel en el que Victoria esperó los resultados del conteo de votos. Un cartel, letras negras sobre fondo blanco, dice: “ellos contra nosotros”.